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Armas de engaño masivo

  • Athenaica publica por primera vez en castellano el ya clásico ensayo donde el político británico Arthur Ponsonby denunció las mentiras de la propaganda aliada durante la Gran Guerra

Ejecución de civiles en Blégny, durante la invasión de Bélgica por las tropas alemanas (Évariste Carpentier, 1914).

Ejecución de civiles en Blégny, durante la invasión de Bélgica por las tropas alemanas (Évariste Carpentier, 1914). / m.g.

Aunque la historiografía actual tiende a poner de manifiesto la responsabilidad compartida, bien que en distintos grados, de las naciones que se enfrentaron en la Gran Guerra, distinguiendo por lo demás entre las elevadas motivaciones invocadas por militares y estadistas y el entusiasmo desinformado -o muy pronto la amarga constatación de la carnicería- por parte de la clase de tropa a la que aquellos enviaron al matadero, la atribución de las culpas sigue siendo objeto de discusión entre quienes analizan las causas directas o indirectas de una catástrofe sin precedentes. Ya los contemporáneos, sin embargo, percibieron que la guerra moderna iba más allá de los campos de batalla y continuaba por otros medios en las no menos cenagosas trincheras de la propaganda, donde las herramientas de comunicación de masas podían difundir toda suerte de intoxicaciones encaminadas a fortalecer la moral propia o a minar la del enemigo. De este modo, el mismo conflicto que inauguró la era de las armas de destrucción masiva, reveló el poder de las oficinas de prensa a la hora de producir un relato interesado, engañoso o alternativo de los hechos, lo que ahora llamamos fake news, una formidable tarea mistificadora a la que los gobiernos dedicaron esfuerzos ingentes y que no por casualidad coincidió en el tiempo -como recalcaba Adan Kovacsics en su magistral ensayo Guerra y lenguaje, desde la perspectiva vienesa y centroeuropea- con la duda de los pensadores o de los poetas sobre la capacidad de la lengua para representar el mundo.

En el ámbito anglosajón, que aportó tantos valiosos testimonios de excombatientes, hay una referencia ya clásica sobre la materia, Falsedad en tiempos de guerra (1928) de Arthur Ponsonby, cuya recuperación parece tanto más oportuna en el tiempo de la posverdad, cuando el recelo hacia la información disponible está -a juzgar por los fantasmales ejércitos de desinformadores que trabajan en la sombra- más justificado que nunca. Debemos a la editorial Athenaica, que presenta la obra en la traducción de una excelente conocedora del periodo, Yolanda Morató, la primera edición en castellano de un título que hemos visto muchas veces citado y podemos ahora leer precedido de una introducción del historiador Maximiliano Fuentes, donde se contextualiza breve pero atinadamente la figura del autor, el momento en el que apareció su libro más divulgado y la vigencia, con matices, de un texto emblemático del movimiento pacifista de cuyo potencial impugnador da fe una sentencia que se ha hecho justamente célebre: "Cuando estalla la guerra, la primera víctima es la verdad".

Hijo de un secretario privado de la reina Victoria, Arthur Ponsonby había seguido los pasos habituales en el cursus honorum de las élites patricias, incluidas las estancias rituales en Eton y Oxford y la posterior dedicación al servicio diplomático, pero tras sus inicios en la órbita de los liberales el ya barón se unió a los laboristas y permaneció ligado al partido, como referente del pacifismo europeo en el convulso periodo de entreguerras, hasta su renuncia a formar parte del Gobierno Nacional de Churchill en vísperas de la Batalla de Inglaterra. Como diputado del Parlamento se opuso a la entrada de Gran Bretaña en la Primera Guerra Mundial, fue uno de los líderes de la antibelicista Unión de Control Democrático y basó su activa presencia en la vida política en la lucha contra el militarismo, la manipulación y la carrera armamentística. Publicó otros libros y una devota biografía de su padre, pero como escritor el nombre de Ponsonby ha quedado asociado a la obra donde analizó, como las llama el subtítulo definitivo, las "mentiras propagandísticas" de los aliados durante la brutal contienda del 14.

El libro, un ensayo no demasiado extenso que asume un carácter panfletario en el mejor de los sentidos, podría adscribirse, dada la relativa cercanía de los hechos abordados y su inequívoca intención de denuncia, al género del reportaje de investigación, más que al ensayismo propiamente dicho. Partiendo de una desconfianza que se extiende a todos los bandos en liza, el loable objetivo de fondo de Ponsonby apunta a la dudosa veracidad de los discursos oficiales, pero el grueso de su argumentación sigue una orientación autocrítica, centrada en las falsedades (falsehoods) difundidas por el mando británico que como los demás -el capítulo final se refiere a la igualmente tóxica propaganda extranjera- impuso una visión sesgada del conflicto, ocultó las razones menos favorecedoras y sometió a los medios a una forma de censura encubierta. Sus directrices calaron en la opinión pública, que asumió el mito de la "responsabilidad exclusiva" de Alemania y la demonización de los "hunos", los odiados boches de las caricaturas, como bestias crueles y desalmadas, capaces de las peores atrocidades -el autor aduce ejemplos concretos: la violación de Bélgica, las enfermeras o los bebés mutilados, las "fábricas de cadáveres", el hundimiento del Lusitania- por oposición al heroísmo, los ideales democráticos y la legitimidad puramente defensiva de los aliados. Las fórmulas, como las fotografías trucadas, pueden parecer un tanto burdas desde la sofisticada perspectiva actual, pero tanto la estrategia como el objetivo -el "engaño de pueblos enteros"- siguen siendo los mismos y en este punto las palabras de Ponsonby sobre "el fraude, la hipocresía y la farsa en que se apoya toda guerra" siguen siendo tan válidas como entonces.

Otra cuestión, imposible de orillar aunque quede fuera del marco histórico del libro, es el hecho inquietante de que muchos de los veteranos pacifistas de la Primera Guerra Mundial, cegados por los usos de la vieja diplomacia y asimismo por la aspiración, como se vería insostenible, a una suerte de equidistancia, no supieran ver a tiempo la siniestra novedad que representaba el Tercer Imperio. Los motivos de los Ponsonby y compañía podían estar dictados por una noble intención humanitaria, pero en aquella otra hora aciaga, tan distinta a la del 14, no todos los pacifistas eran trigo limpio -sin salir del Reino Unido, tenían ya como compañeros de viaje a los camisas negras de Oswald Mosley, que seguiría hablando de la paz después de Auschwitz- y bastantes de ellos, consciente o inconscientemente, acabaron haciéndoles el juego a los criminales nazis, como bien señalara Churchill. Al final, justo es reconocerlo, fue el gordo retador, jactancioso y alcoholizado quien salvó a su país y a Europa de la barbarie.

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