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Edmond y Jules

  • Renacimiento publica el 'Diario' de los Goncourt, un retrato de la vida literaria en el París del Segundo Imperio

Edmond y Jules Goncourt retratados por el ilustrador y caricaturista Paul Gavarni.

Edmond y Jules Goncourt retratados por el ilustrador y caricaturista Paul Gavarni. / d. s.

Asociado a uno de los premios más antiguos y prestigiosos de la literatura francesa, concedido desde 1903 por la Academia homónima, el nombre de los Goncourt es hoy más conocido por esa circunstancia que por la obra que los hermanos Edmond (1822-1896) y Jules (1830-1870) entregaron a las prensas, formada por aproximaciones eruditas al venerado siglo XVIII y un puñado de novelas sociales, dadas a conocer en la década de los sesenta, que anticiparon en buena medida los postulados psicológicos, descriptivos y documentales -se trataba de abordar la literatura con las herramientas de la ciencia- de la escuela naturalista. Sus contemporáneos, sin embargo, y no sólo en la Francia que exportó el nuevo realismo objetivista, los tuvieron en una estima considerable y no dejaron de celebrar la rara simbiosis de su trayectoria conjunta: "Tan unidos vivieron, fundiendo sus estilos e ingenios, que el público los creía un solo escritor", señaló en La cuestión palpitante (1883) su gran admiradora Emilia Pardo Bazán, que los leyó con reconocido provecho y tuvo trato personal y epistolar con el mayor de los hermanos. Coleccionistas de arte, historiadores y hombres de letras, los Goncourt eran representantes genuinos de la desplazada aristocracia de provincias, desdeñosa de la pujante burguesía y nostálgica del antiguo régimen, con la no desdeñable particularidad de que invirtieron su ocio y sus abultadas rentas no en el dulce o amargo no hacer nada, sino en la creación, el estudio y la vida literaria, movidos por una firme y esforzada vocación que fue más allá del diletantismo y los llevó a codearse con lo más selecto de la intelectualidad de su tiempo. De ese trato nacería su obra más famosa y celebrada, un monumental Diario, firmado como de costumbre por ambos, que se convirtió desde su impactante aparición en un clásico del género.

Publicado por primera vez entre 1887 y 1896, en una edición de nueve volúmenes divididos en tres series, el Diario fue empezado en 1851 y redactado por los dos hermanos hasta la temprana muerte de Jules -que era el menor y quien empuñaba la pluma, su caso sería diagnosticado por el inefable doctor Lombroso como una forma de neurosis relacionada con el genio- en el año, nefasto para los franceses, de la batalla de Sedan, que señaló la traumática derrota a manos de los prusianos. El golpe de Estado de Luis Napoleón Bonaparte que le dio inicio, tras su proclamación como Napoleón III, había tenido lugar justo cuando los Goncourt comenzaron a escribir el Journal, coincidiendo también con la publicación de su primera novela, de cuya discreta recepción se ocupan las primeras páginas. De este modo, el periodo de la escritura compartida se corresponde exactamente con la época del Segundo Imperio, marcada entre otras cosas por la censura gubernamental y las denuncias a los escritores en los tribunales. Son estos años los que se recogen en la edición de José Havel, que ha editado y traducido para Renacimiento una selección de la primera fase de la obra, pues durante el cuarto de siglo largo que lo sobrevivió, Edmond continuaría en solitario, pero sin dejar de acompañarse del nombre de su hermano, la redacción de un Diario que provocó una verdadera conmoción por su vívida recreación de las interioridades de la vida no sólo literaria, abordada de un modo inusualmente desinhibido que muchos juzgaron desleal o indiscreto.

Entre los aspectos que contribuyeron al éxito del Diario, el más relevante, y el que sigue incitando a la lectura tantos años después, es su carácter no sólo o exactamente íntimo, pues de hecho los Goncourt, aunque también hablan de sí mismos y de sus trabajos y días, ejercen muy a menudo como finísimos cronistas. Entrenados en la tarea de atender a los detalles, eran excelentes retratistas y sus apuntes del natural ofrecen el aliciente añadido de fijar el foco no en las acartonadas ocasiones solemnes, sino en las invisibles escenas privadas o cotidianas, que muestran a los desprevenidos retratados -no sólo escritores fetiche o de primera línea como Hugo, Flaubert, Balzac, Gautier, Baudelaire, Taine o Sainte-Beuve, también otros menores o figuras vinculadas al arte o la política- sin los aderezos o el maquillaje con los que se presentan en público. En este sentido, sus anotaciones tienen un valor impagable como verdaderos documentos -Edmond insistió siempre en la veracidad de lo que contaban- de toda una época, apresada de un modo cautivador y ligeramente malicioso. Aunque adscritos a una corriente literaria renovadora e incluso experimental, en todo caso ajenos a cualquier forma de simpatía hacia el pueblo llano, los Goncourt eran profundamente reaccionarios, enemigos convencidos de su siglo que se impusieron la misión, como bien apunta Havel, de denunciar sus falacias e imposturas. Solterones maledicentes, naturalmente misóginos y habitados por todos los prejuicios de su clase, distaron de ser figuras ejemplares, pero conmueve en ellos la entrañable comunión entre los hermanos o la idea sacralizada de la literatura como un laborioso apostolado. E impresiona y admira la cualidad moral, en el mejor sentido del adjetivo, que supieron imprimir a su colección de retratos.

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