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"Por favor, no quiero ser un escritor cervantino"

  • El autor extremeño publica 'La vida negociable', con la que vuelve tras la autobiográfica 'El balcón en invierno' a "la imaginación desatada". "El gusto por inventar es maravilloso", asegura.

Luis Landero, fotografiado en los alrededores de la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla, donde presentó su libro.

Luis Landero, fotografiado en los alrededores de la Biblioteca Infanta Elena de Sevilla, donde presentó su libro. / Belén Vargas

Sucede que un buen día uno se cansa de tanta literatura, de leer ficción, de adentrarse por entre el maravilloso zarzal: inventar historias. Y ocurre también que uno se cansa ya de tanta etiqueta recurrente. O sea, esto de que lo llamen escritor cervantino.

Vayamos por partes, pero no por orden. A lo segundo, lo de la marca cervantina en sus novelas, lo ataja Luis Landero: "Yo no quiero ser un escritor cervantino. O no sólo eso al menos. Ahí están si no Kafka, Faulkner, Conrad, Valle-Inclán…". Y respecto a lo primero (y tras haber escrito sobre el vidrio de sí mismo en su anterior El balcón de invierno), pues también responde. "Tengo mis eclipses. A veces a todos nos pasa. Nos cansamos de escribir, de leer novelas. Pero lo mismo que uno se cansa de la tele o de la filosofía. Yo sabía que tras El balcón de invierno regresaría a la ficción. He vuelto a la imaginación desatada. El gusto por inventar es maravilloso". De modo que está de suerte su cofradía de lectores, que son muchos, muchísimos. Porque el landerismo existe. Y existe desde que el autor publicara en 1989 aquellos Juegos de la edad tardía, allá por el agujero del pasado, cuando la lluvia borgiana y todo eso.

Y eso sí, Luis Landero (Albuquerque, Badajoz, 1948) confiesa que podrá seguir escribiendo novelas mientras tenga fuerzas. La edad es la edad. Sentir el roce de las musas y coger el mazo de la disciplina puede llegar a cansar bastante. "Juan Marsé ha dicho ya que no puede acometer novelas largas. A mí me pasará lo mismo. Por eso, no sé, los escritores somos hombres doblemente mortales".

Acaba de aparecer ahora su última obra, La vida negociable, que el autor presentó esta semana en Sevilla con el Centro Andaluz de las Letras. Una historia digamos que landeriana, pero quizá algo más agria que otras (o no tanto, como defiende su autor). En primera persona, a través de Hugo Bayo, se narra aquí como una especie de proyecto hombre, el tal Hugo, quien de andanza en andanza, de picaresca en picaresca, se adentrará por la larga trocha de la vida adulta (la familia, el cilantro del amor, las aspiraciones vitales). Hugo es un soñador, pero no tan merecedor de ese prurito de piedad, de esa chiribita de ternura que normalmente desprenden los personajes de Landero. "De un modo u otro mis protagonistas se ven incómodos respecto a su propia condición humana. No quieren sentirse menores. Por eso son soñadores". Las ensoñaciones al modo landeriano acaban siempre en bifurcaciones y laberintos.

Landero comenta que él pertenece a esa clase de escritores que "siempre estamos moliendo el mismo grano". En cierto modo ­-lo recordaba Rafael Reig hace tiempo- un escritor no elige sus temas, los soporta, como decía Flaubert.

Otro de los marbetes que le cae al autor es el de ser un creador de antihéroes. "¿Antihéroes? ¿Por qué antihéroes? Quizá son héroes menores, pero lo son". Hugo Bayo busca su lugar en el mundo y, de paso, una ubicación en su propia conciencia. Con su madre, adúltera, mantiene una áspera relación. De su padre, obeso, religioso y administrador de fincas, conocerá el haz y el envés de la condición humana. Con Leo, muchacha medio andrógina, mantiene desde la adolescencia una relación de amor difuso (en esta novela hay más sexo que en otras anteriores). Hugo cree que el mundo es una aventura promisoria, a la que él tiene derecho porque se considera especial. Pero la vida lo conduce por otros derroteros menos rutilantes y acaba convertido en peluquero.

De hecho, la novela comienza como si la peluquería fuera un microteatro. La frase inaugural es una invitación del peluquero hacia sus pelucandos. Algo así como un "Señoras y señores escuchen mi historia". Aprendemos así que toda peluquería es un auténtico "lugar ecuménico y enciclopédico", "un espacio público de libertad y democracia". En la peluquería opina por igual el obrero, el magistrado, el político, el sabandija, el artista, etcétera. Da igual. Hugo, como maestro de ceremonias, sólo tiene que templar esa relación filial que se establece entre peluquero y pelucando.

"Nada es más dulce que el castigo cuando las sombras reinan en el alma". Se lo dice el padre supuestamente virtuoso al hijo, Huguito. Por ello, tras pecar, uno ha de expiarse. "Todo en esta novela -dice Landero- es agridulce. El hombre es capaz de lo mejor y de lo peor. El mal viene a tentar a Hugo como el canto de las sirenas. Muchos, como mi personaje, han tenido que elegir: o ser un canalla o ser alguien de bien". Hay que aprender, pues, a convivir con el mal.

"Todo, todo es negociable, y todos los pecados deben ser perdonados". Se lo dice también el padre culposo al hijo, asomado ya éste al filo del mundo adulto. De ahí el título agridulce de la novela. Agridulce como esta historia. La vida misma.

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