La crisis catalana

1 y 27-O: La nueva Cataluña

  • Jordi Pujol nos convenció de que su comunidad era un solo pueblo, un 'sol poble', y el final del 'procés' nos ha mostrado cuál es la 'Catalunya' real

El éxito del nacionalismo catalán es que nos había convencido de la inexorabilidad de su realidad, una tesis que resumía aquel eslogan con el que Jordi Pujol ganó sus primeras elecciones en los años ochenta: "Somos un solo pueblo". Un sol poble. Y él, su patriarca, el hacedor de la nación. En definitiva, que el idioma catalán tenía un plus de legitimidad sobre el español, que España no había resuelto el encaje de los viejos reinos, que no sabíamos seducir a una inmensa mayoría de catalanistas que no era independentista, que sus políticos siempre fueron más sensatos y formados que los nuestros y que la represión del Estado franquista y de los primeros borbones es una culpa irredenta. La culpa secular de un botifler que reconocía que había que bombardear Barcelona cada cincuenta años, como aconsejaba el espadón Espartero. No había otra salida.

Pero lo que el fin del procés nos ha dejado es una Cataluña distinta, una Cataluña real, dibujada a base de aportaciones individuales, un cuadro político y sociológico formado por cuatro millones y medio de puntos que han revelado cómo es de verdad la comunidad. Y es una Cataluña dividida, casi a partes iguales, entre nacionalistas, reconvertidos en independentistas, y constitucionalistas, casi 200.000 más a favor de estos últimos. Nadie puede hablar más en nombre de un solo pueblo, no hay una Cataluña monolítica, sagrada y medieval que lucha contra un Estado borbónico opresor. El problema sigue siendo muy grave, pero ese cuento se ha acabado. Ése ha sido el resultado de las elecciones del 21-D.

Lejos de una Estado centralista, opresor y onmipresente, lo que he visto estos meses en Cataluña es todo lo contrario: un Gobierno que se había retirado de la comunidad. Como los anteriores. Sin España. Los antiguos votantes socialistas se quejaban de ello, de que Maragall y Montilla no cambiaron el rumbo de la catalanización emprendida por Pujol. Ni en Barcelona ni en los alrededores hay cuarteles para alojar el despliegue policial que se envió en los días previos al referéndum de independencia del 1 de octubre. Cuando España ganó el Mundial de Fútbol de Sudáfrica, apenas se vieron banderas españolas en Cataluña y, cada vez que se transmitía un partido importante, la alcaldesa Ada Colau se las ingeniaba para evitar que se pusiesen pantallas en las plazas de Barcelona. Había un Estado, pero era el de la Generalitat, que había logrado reducir a España a los ámbitos más personales, la casa de cada uno, el canal de televisión y el idioma que se compartía.

Esa ausencia se hizo evidente el día 27 de agosto. El rey Felipe VI llegó a Barcelona para encabezar una manifestación en contra de los atentados de las Ramblas y de Cambrils, y se le encerró en un cul de sac del Paseo de Gracia. Ni policías estatales ni Gobierno español ni simpatizantes de la Corona, todo dejado en manos de las asociaciones que escogió Ada Colau. El Rey, cercado por cinco millares de militantes de la ANC y de Òmnium, de los hiperventilados del procés, abucheos y esteladas. A lo largo de octubre supimos que los españolistas eran capaces de sacar a 300.000 personas a la calle, a cerca de un millón, a cuantos quisiesen, pero las carrers siempre eran de ellos, del brazo de agitación que el Gobierno de la Generalitat había dejado en manos de la ANC y Òmnium.

El presidente Mariano Rajoy ha cerrado bien esta primera fase del procés, lo cercó con la aplicación del artículo 155 y la convocatoria extraordinaria de elecciones para el 21 de diciembre y le dio urnas a quienes querían urnas. La realidad es que los indepen suman el 47%, no el 95% del referéndum ilegal del 1 de octubre. Urnas con urnas. Nada que objetar sobre ello, el 155 dejó a los independentistas sumidos en sus contradicciones, el balance fue bueno porque terminó bien, pero la gestión de la llamada Operación Cataluña fue un desastre, una mezcla de ignorancia y de dejadez, de falta de iniciativa política y de candidez, cuando no de negligencia.

Veamos.

El 27 de agosto debieron haber saltado todas las alarmas. A lo largo de 2016 y 2017, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría no realizó un buen análisis de la situación catalana, bien porque la engañaron, bien porque carece de visión estratégica para la política. Se creyó que Oriol Junqueras era un hombre de Estado, el que iba a salvar a España. El bonachón, el hombre de misa y rezo, el amante de lo español, el osito agradable que diría Miquel Iceta la había convencido, hasta que los días 25 y 26 de septiembre el Parlament aprobó las dos leyes de desconexión de Cataluña del Estado: la del referéndum y la fundacional de la república. El Gobierno tuvo un mes, entre finales de agosto y el 1 de octubre para actuar, para detener la celebración del referéndum, para impedir la llegada a de las urnas, para testar el verdadero papel de los Mossos, pero no lo consiguió: nunca el Estado había fallado de modo tan estrepitoso. Al menos en el caso de los atentados del 11-M, el Gobierno no había sido avisado: en septiembre, sí.

Hubo un fiscal de Barcelona, a quien le presentaron las primeras denuncias para evitar el referéndum, que acertó con sus medidas: el viernes anterior al 1 de octubre, los mossos, y si fuese necesario policías y guardias civiles, debían cerrar los colegios electorales, impedir su entrada y establecer un cordón de blindaje a cien metros del edificio. Eso no se llevo a cabo. Una juez asumió el caso, y ordenó impedir la votación, pero sin poner en riesgo la normal convivencia de los ciudadanos.

Ese viernes, igual que a lo largo del sábado, todo era evidente, el referéndum se iba a celebrar, con urnas y con papeletas. Los colegios estaban llenos de padres y niños muy pequeños, se había producido la ocupación, los mossos la toleraban, la ANC sonreía y los comités de defensa del referéndum seguían su plan al milímetro. Mariano Rajoy no supo detenerlo, aunque repitió lo contrario todos los días. Este referéndum no se va a celebrar. Un mantra. Ese referéndum, sencillamente, no se va a celebrar. Vaya que sí.

Pero toda situación puede empeorar si quienes están al cargo han demostrado con anterioridad una negligencia inquietante. Cuando los colegios estaban llenos, las urnas instaladas y los ciudadanos votando, a alguien, a alguien que aún no ha asumido su responsabilidad, se le ocurrió sacar a los policías nacionales y a los guardias civiles a impedir el voto. ¡A las 9:20 de la mañana del domingo! A esa hora se les dio un listado de colegios y se les ordenó el cierre. No fue un juez, el juez había mandando evitar el referéndum, no ordenó dar palos cuando todo estaba perdido.

El 1 de octubre fue la almendra amarga del fracaso de la Operación Cataluña. Policías pegando a gente que iba a votar. Eso no se entiende en ningún lugar del mundo. Telediarios internacionales, los mejores periódicos del mundo, internet, el Parlamento Europeo... Todos criticaron al Gobierno. Rajoy perdió esta batalla mediática e internacional. No hubo justificación para la actuación, y menos cuando horas después, al mediodía, se ordenó la retirada a los cuarteles y barcos. ¿Para qué? Un desastre sin paliativos. Fue el colofón de un Gobierno que se abstuvo de hacer política, un partido desnortado en Cataluña, la causa de que el PP haya sacado sólo cuatro escaños en las elecciones del 21-D. ¿Quién se extraña?

Afortunadamente, los independentistas eran aún más torpes y su presidente, Carles Puigdemont, un ridículo personaje del pujolismo. La segunda y tercera semana de octubre dejó algunas vergüenzas más para el Estado: los policías y guardias civiles que habían sido desplazados a Cataluña se tuvieron que marchar de los hoteles y los pisos alquilados, por la presión de ciudadanos enviados por la ANC. Juan Ignacio Zoido, que siempre da órdenes a toro pasado, ordenaba que los hoteles no fueran desalojados. Una multitud cercó la comisaría general de Barcelona en Via Laetana, que si no fue asaltada, fue por la actuación de los bomberos independentistas, una verdadera fuerza de choque de la ANC.

Sí, ellos eran más torpes. El 11 de octubre, el Parlamento había sido convocado para proclamar la república catalana. En realidad, no hacía falta tal declaración, los juristas que habían diseñado el proceso lo habían hecho muy bien, bastaba que se oficializase el resultado del referéndum para que Cataluña fuese una república con una ley de transitoriedad que también estaba aprobada. Pero España, o el Estado, seguía dando respeto incluso a personas que, como Puigdemont, carecen de empatía con lo español. Proclamó y suspendió, se dio un plazo, le dio varios días a Rajoy para la negociación.

A partir de ese 11 de octubre, el presidente desplegó la mejor de sus virtudes, esa que concluye en una negociación vencedora por aburrimiento del contrario, es como un arte marcial gallego en el que el atacante lanza palos y puñetazos al aire en un baile solitario y ridículo por la incomparecencia del contrario. Empresarios barceloneses, un catedrático de Constitucional y algún obispo abrió una vía interesante de negociación con el lehendakari Urkullu, encargado de convencer a Carles Puigdemont de aparcar el proceso mediante la convocatoria de unas elecciones.

Con el trámite del 155 en marcha en el Senado, el miércoles 25 de octubre, Urkullu convence a Puigdemont: elecciones y cuenta nueva, hasta podría ir al Senado a defender su vía de negociación. Pero ocurrieron dos hechos. Rajoy acertó de nuevo, no le iba a dar ninguna garantía, ni de retirada del 155 ni de inmunidad judicial. Y, segundo, al Puigdemont más radical le temblaron las piernas, ante los rufianes de ERC y los estudiantes que les envió a la plaza de Sant Jaume a gritarle traidor. El viernes, Mariano Rajoy culminó su obra maestra, un 155 para convocar elecciones autonómicas. Respondió con urnas, y la Generalitat fue asumida por el Estado central sin ninguna oposición. Nada. Como una seda. El primer eslabón fue la asunción del mando de los Mossos, y todo vino de corrido.

Pero, es verdad, ellos siempre fueron más torpes. Y ridículos. Carles Puigdemont consumó su indigno papel con una huida, se marchó de Cataluña a los dos días de proclamarla como república independiente. Nadie arrió la bandera española del Palau de la Generalitat ese fin de semana, ésa ha sido la otra imagen envolvente del procés, siguió ondeando protegida por su simbolismo. Puigdemont siguió con sus adeptos, pero la otra mitad de "un solo pueblo" se sintió liberada de sus miedos y de sus complejos; salió a las calles, e inundó las urnas con papeletas naranjas. El partido que denunció la gran farsa pujoliana tuvo su recompensa.

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