Hacer algo por primera vez asusta. Mucho. La primera vez que pisas un aula y ya no tienes cerca a papá y mamá. La primera vez que te toca vomitar todos tus conocimientos en una hoja en blanco a la que alguien luego le pone nota. El primer beso, que en nada se parece a lo que sale en la películas. La primera vez que fundes tu cuerpo con otro para el que también es la primera vez. Es como estar en un abismo del que sabes que tienes que saltar. El píloro se te contrae y sólo quieres cerrar los ojos, abrirlos y que todo haya pasado. Que pase a ser ese eterno recuerdo, que dibuje una sonrisa o produzca sensación de alivio y ya no asuste jamás. Pero, como con todo, las categorías de primeras veces son tan variopintas como sensaciones produzca enfrentarse a ellas.

De todas, mis preferidas son las que para los demás suponen un cambio radical en sus vidas, un paso al frente hacia un camino del que poco o nada se conoce. Esas que afectan sólo a dos personas pero cuyos efectos ejercen influencia en todos los que les rodean. Casarse es cosa de dos, y no porque lo diga la Iglesia, el ayuntamiento o algún extraño rito zulú. Es cosa de dos porque son dos los que asumen un reto, los que se juran amor eterno y los que echan a andar por la vida de la mano para que nada pueda con ellos. Pero qué felices nos hacen al resto, sobre todo si conoces a la que va de blanco desde que llevabas pañal y es la primera en decir sí, quiero de toda la pandilla.

Cuando alguien a quien quieres como si fuera un miembro más de tu familia se decide a compartir el resto de su vida con otra persona -a la que previamante has dado el visto bueno- y sabes que eso la hace feliz, no puedes más que contagiarte de su alegría. Por eso, cuando ríe, sonríes, cuando suelta una lagrimilla tú lloras a moco tendido y cuando le planta un beso a su ya marido al final de la ceremonia quieres romper en un eterno aplauso que dure hasta la barra libre. Ella, que no quiere copas vacías porque le gusta brindar, es la primera de muchas y por eso es la más especial.

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