Retumban los motores de las máquinas sobre el vacío agreste de la Plaza Belén. Un sombrío escepticismo se respira en el ambiente. La mirada hacia las cacareadas obras es fugaz, desdeñosa, con desconfianza justificada por años y años de cuentos y desvaríos. Tras cruzar la estrechez de Montegil llegamos a nuestro destino, la que dicen que fue morada de los Dávila. La fachada es demasiado sencilla como para llamar la atención. Nosotros, en cambio, vemos un trazado quebrado que hace adivinar la disposición irregular del interior. El portón de entrada, abierto en el lateral, nos lleva a un recorrido zigzagueante, propio de un origen medieval. Se suceden dos patios con arquerías sobre recios pilares. Esta actual sobriedad contrastaría con el colorido de las pinturas mudéjares que cubrían los muros, de las que queda un resto en el Museo Arqueológico, descubierto en la restauración a la que fue sometida la casa a partir de su compra por Fernando de la Quintana en 1998. Una persona que con determinación y cuidado fuera de lo común pudo recobrar en parte la distinguida mansión de nobles que fue, tras derribar las modernas tapias que la convirtieron en modesta casa de vecinos. El colofón fue el descubrimiento y recuperación de la estupenda armadura de madera de tradición también mudéjar de la planta superior, de la que muy escasos ejemplares han perdurado en Jerez.

Han faltado y faltan en nuestro centro histórico iniciativas y sensibilidades como las de Fernando de la Quintana. Un hombre que apostó por el camino más difícil: por comprar una ruina repudiada, respetar su esencia arquitectónica y decidir vivir de manera valiente en un territorio hostil. Y su vida terminó sin poder cumplir sus anhelos de ver el renacer de su barrio. Apenas unos días después de que esas máquinas hicieran vislumbrar un mínimo, tenue, rayo de luz.

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