Este es el lema escogido por la familia marianista para conmemorar el 125 aniversario de su presencia en Cádiz. Es un lema atractivo, que suena bien y si además proclama, como en este caso, una verdad, no se le puede pedir más. La Compañía de María fue fundada en Burdeos en 1817 por el francés Guillermo de Chaminade, el menor de 14 hermanos, con el objetivo fundamental de educar en la fe a los jóvenes y pronto comenzó a extenderse fuera de Francia. Hoy cuenta con más de 1.500 religiosos, de los que la mayoría son laicos y una tercera parte sacerdotes. La Compañía está presente en 4 continentes y 30 países, coordinados por el Consejo Mundial de la Familia Marianista.

Dedicada fundamentalmente a la enseñanza de los jóvenes, sus colegios adquirieron pronto y siguen conservando un gran prestigio. Habitualmente llevan como nombre, el de Virgen del Pilar, dada la devoción que le profesaba el fundador Chaminade. En Cádiz, como el colegio ocupaba antaño el edificio anexo al templo histórico de San Felipe Neri, prevaleció este nombre. Con 7 años, me mandaron mis padres al colegio. Vivíamos entonces en la c/ San José, esquina a Ancha y la vuelta del colegio la hacíamos acompañados, casi siempre por ese marianista paternal que era Don Ciriaco Alzola. No duré mucho en esa primera experiencia, porque, nervioso, madrugaba con exceso y hacía madrugar a mis padres. Decidieron entonces que una maestra, Doña Guadalupe Fajardo, acudiera a casa y enseñara también a leer a mi hermano Paco que, con 4 años, ya leía de corrido. De nuevo acudí al colegio con 9 años, para cursar el ingreso en el bachillerato. Ya entonces se había abierto el colegio de extramuros, dedicado preferentemente a internos, por lo que cuando nos incorporamos en tercero de bachillerato al colegio de extramuros, que si se llamaba El Pilar, habían dos clases, A y B del mismo curso.

Una de las particularidades de este colegio era que los impresos de las notas eran de color, para graduar su importancia: doradas para el primero de la clase, azules, rojas, verdes, moradas y negras. Estas últimas, constataban, además del suspenso superlativo, una pésima conducta. Las misas en el templo histórico de San Felipe Neri, tenían gran solemnidad y muchos nos disputábamos el honor de poder ayudar en ellas, oficiadas por el Padre Vicente, en camino de ser proclamado Santo.

A los marianistas les estoy muy agradecido. Se especializaron en educación de jóvenes y lo hicieron muy bien. Me hubiere gustado recordar nominalmente a todos mis compañeros, al menos a los vivos, pero aunque son más que octogenarios, son demasiados para el espacio de que dispongo.

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