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Nunca fui a Cuba

Nunca fui a Cuba

En el verano de 1960, estando en Cádiz, tuve ocasión de manejar un paquete de revistas americanas atrasadas, en las que venían reflejados los últimos momentos del régimen de Batista y el triunfo de la Revolución de Fidel Castro y los suyos. (Las revistas las había traído, desde Venezuela, Víctor, un cuñado de mi tía Pilar, en cuya casa familiar veraneábamos). Me dejaron impactado para siempre algunas fotografías que documentaban las barbaridades de Batista sobre los insurrectos, desde castraciones hasta mutilaciones varias. De una ojeada, entendí el levantamiento y lo sentí justificado: los castristas habían luchado contra los malos, y merecían haber vencido. Tenía yo 13 años.

Con el paso de los años, me fui enterando de otras cosas de Cuba: me sentí un poco acojonado con la Crisis de los Misiles de 1962; me enamoré de la literatura cubana -Alejo Carpentier, Lezama Lima, Cabrera Infante…-; me envolvió toda su música, desde el bolero hasta el son, pasando por el mambo y la Nueva Trova; me admiré con sus logros sociales, en sanidad, educación, política cultural y deporte, por ejemplo; experimenté sentimientos de solidaridad con la convocatoria de las Grandes Zafras… Todo ello, a sabiendas de que el bloqueo norteamericano había empujado por caminos quizás no queridos ni positivos a un régimen que, en mi opinión y de principio, tenía tanto de nacionalista y de antiimperialista como de comunista. Al verla por primera vez, pensé que Topaz, de Hitchcock, era un panfleto anticomunista, aunque Karin Dor fuera un milagro de belleza. Fidel Castro me caía bien.

Mis impresiones fueron cambiando con lecturas y testimonios. En 1980, en Rumanía, conviví por unos días con tres miembros del Comité Central del Partido Comunista de Cuba, invitados de verano -como mi mujer y yo- por el régimen de Ceaucescu. Eran cubanos y con guasa, como de por aquí, pero eran unos descreídos absolutos: el comunismo era para ellos, simplemente, la vía para vivir con un cierto estatus social. Más tarde, tuve información, a través de compañeros que habían estado en Cuba de visita oficial, de la situación real de la isla, así como, por ejemplo, de las facilidades que incitaban al desarrollo del llamado "turismo sexual". Cuando leí Crónica de la ciudad de La Habana, espléndido retrato de Eduardo Galeano, confirmé que, por debajo de un poder absoluto, sobrevivía una sociedad empobrecida, vitalista y creativa, adaptada a la dureza pero preservando todos sus afanes de una vida más plena.

Con esa perspectiva, La ciudad de las columnas, el homenaje íntimo a La Habana de Alejo Carpentier, se revela como un canto nostálgico a las capacidades y la imaginación de todo un pueblo, encorsetado por la coerción de un mensaje supuestamente salvífico.

Decidí no ir a Cuba, a pesar de reiteradas invitaciones oficiales. Sigo en mi determinación, como sigo en la idea de no ir a Rusia, ni a China. No necesitaba, antes, ser testigo de vista de la malversación de una utopía que pretendía, en su origen, la rehumanización del hombre. Y no quiero ser cómplice ahora, ni con mi humilde presencia, de unas transformaciones ultrarrápidas y megadesreguladoras, basadas en los desnudos fines del aprovechamiento propio y en la más cruda avaricia de unas nuevas castas, provocadoras de nuevas desigualdades. ¿Cuántas generaciones, cuántos millones de vidas sacrificados por la mala gestión de las buenas ideas?

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