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El 18 de noviembre de 1976, dos días antes de que se cumpliera un año de la muerte de Franco, las Cortes franquistas aprobaron la Ley para la Reforma Política. En menos de un año, el franquismo se hizo el haraquiri. A partir de ahí, hay que reconocerlo, se construyó la democracia española. Una democracia construida con base en pactos, transacciones y aparcamientos de cuestiones secundarias, pero una democracia más duradera y más integradora de lo que nunca ha habido en nuestra Historia. Creo que merece la pena reivindicar todo el proceso, y a todos los agentes del proceso. Mañana hace cuarenta años del evento.

Entre 1976 y 1978, en España se hizo política en serio, pensando en los españoles de entonces y del futuro inmediato, por parte de todos los actores en presencia. Personas procedentes del franquismo, como Adolfo Suárez, Torcuato Fernández Miranda, Alfonso Osorio, Fernando Abril Martorell, Gutiérrez Mellado, Miguel Primo de Rivera, Fernando Suárez González y otros varios supieron orientar -desde el poder, desde la legalidad existente y con el consentimiento de la población- el paso desde una dictadura a un régimen homologable con los países más avanzados, en todos los aspectos, del mundo. Supieron navegar en el proceloso mar del que provenían, supieron tender puentes con la oposición democrática y encontraron respuestas solventes, posibilistas, y generadoras de futuro por parte de dicha oposición. La relación de fuerzas y la ausencia de una hegemonía clara -¡Ah, la dialéctica social y la hegemonía, Marx y Gramsci!- hicieron necesario y posible el proceso que aquí se desarrolló.

No fue fácil. El nombramiento de Suárez como presidente del Gobierno fue cuestionado con fuerza casi desde todas las esquinas. Sólo el PSOE, que ya se había pronunciado a favor de la La ruptura negociada (El Socialista, mayo de 1976), publicó un editorial (Crisis de Gobierno. Quiebra de las instituciones, El Socialista, julio de 1976), en el que se decía: "Aunque pueda parecer paradójico, puede resultar útil el nombramiento de un presidente de Gobierno que no fue protagonista de la Guerra Civil, sin un pasado político relevante, que procede del Movimiento y que, por conocerlo perfectamente, puede ser un buen arquitecto para derribar las instituciones que hasta ahora han venido cerrando los caminos de la libertad". Acertamos: se produjo un 18 Brumario de Luis Bonaparte, al revés. A partir de ahí, se construyeron un Estado democrático, primero, y un Estado social, después. A pesar de las metástasis del terrorismo y a pesar de los regates de los nacionalismos, que se aprovechaban de aquél.

Hacer política es un proceso complejo. Nace de una idea, de un compromiso con el entorno, de una pulsión moral, del señalamiento de un horizonte posible y mejor, sí. Puede, también, nacer de un afán de supervivencia, o de una ambición de dejar huella personal en la sociedad. Pero, siempre, siempre, ha de basarse en un diagnóstico; desarrollarse diseñando un itinerario realizable, entendible y posible; y ejecutarse valorando la relación de fuerzas en presencia, contrastando las posiciones propias y las de los demás concurrentes. La política no es sólo una idea, o un discurso, o una voluntad. Además de eso, exige capacidad de análisis, adecuación al entorno y al momento, entendimiento de los otros, y una actitud compasiva hacia la mayoría. No es buen político, sino un ególatra visionario y desatentado, el que está dispuesto a sacrificar a generaciones con tal de alcanzar su ideal en toda su pureza.

Al final, y si se piensa bien, todas las revoluciones modernas -desde la inglesa de 1688 hasta las comunistas del siglo XX- han acabado por asentar modelos sociales sustancialmente similares: Inglaterra, EEUU, Rusia, China, Europa, Japón, Corea, la India, los tigres asiáticos ¿En qué criterios básicos, de ordenación económica y social, se diferencian, de verdad? ¿Y, para eso, cuántas rupturas sociales y sacrificios generacionales?

Desde mediados de los noventa, el mundo cambió aceleradamente. La relación de fuerzas es distinta, la hegemonía global es de los pregoneros del individualismo y de los profetas de los mercados, estamos instalados en un clima de malestar generalizado y los pueblos se obnubilan con la demagogia (Brexit, Trump). El problema es que, frente a eso, no existen diagnósticos actualizados, ni ofertas de futuro, ni indicación de caminos a seguir, ni propuestas para avanzar paso a paso, ni afición por los acuerdos constructivos.

Así, los populismos avanzan. Entronizados en el malestar, criminalizan la historia reciente y a sus protagonistas; jinetes apocalípticos a lomos de un discurso meramente condenatorio del pasado, piden la confianza total de los agraviados; y, abanderados de un presunto "interés general", persiguen el "sometimiento voluntario" de las masas. Habría que rearmarse -históricamente, ideológicamente, estratégicamente y prácticamente- frente a esas manipulaciones. Sin prisa, pero sin pausa.

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