Málaga

Coreografía del encantamiento

  • Pues si los taxis no quieren venir, que no vengan

  • Aquí hay fiesta para rato y cada uno llega como puede

  • Lo mejor es que en la Feria cada uno descansa de sí mismo, que no es poco

  • ¿Y si este aquelarre durara todo el año?

A un tiro de piedra, en Uncibay, está cantando Soleá Morente con su banda y su hermana Estrella ha subido al escenario. Pero aquí, en Molina Lario, una fanfarria ha decidido emprenderla por Manolo Escobar y Que viva España y en apenas un instante la vía entera se colma de exultación patriótica, cantando el himno al unísono, como en respuesta a los lumbreras de Sabadell que consideran oportuno apartar a Antonio Machado del callejero urbano. Los vasos de a litro y las botellas de Cartojal ascienden al cielo en catártica disposición, mientras en la esquina de Correo Viejo, justo al lado, un tipo que ya no cumple los cincuenta, descalzo y cubierto únicamente con un short vaquero, borda una coreografía con el chunda-chunda a lo Merce Cunningham que merece la atención inmediata de un ciudadano oriental con sombrero de cowboy que lo graba todo en vídeo mientras devora una panocha tostada. En éstas pasan tres andobas calcaditos, con bigotes finos y melenas rizadas, vestidos (es un decir) con camisetas que rezan Sorry girls but I like bananas, se incorporan al frenesí durante dos minutos y luego se pierden en dirección a la Plaza de la Merced. En La Campana suena Macarena y de inmediato se alistan voluntarios para la coreografía. En la plaza Jesús Castellanos, un feriante manifiestamente perjudicado se sienta en un bordillo y comienza a sufrir extrañas convulsiones estomacales, como John Hurt en Alien, el octavo pasajero. Un compadre empieza a abanicarlo como para aportarle oxígeno, pero el presunto rechaza la ayuda y decide respirar hondo a ver qué pasa. Tampoco es cuestión de quedarse a comprobarlo: son poco más de las cuatro y media y ya hay restos orgánicos para despacharse a gusto en cien metros a la redonda. A esta misma hora, el perímetro de la recién restaurada iglesia de Santiago se ha convertido ya en un vertedero y en sus paredes quedan restos de desahogos nocturnos. Dos jovencitas cruzan a toda pastilla justo aquí con felpas de antenas con muelles saltarines y resbalan en el charco con peligro de caer al suelo, aunque se agarran mutuamente y logran mantenerse en pie. Muy cerca, en Alcazabilla, siete u ocho italianos que parecen sacados de un equipo de rugby han traído neveras portátiles para conservar la mercancía fresquita e intentan convencer a cualquier criatura del género femenino de que se detenga y baile con ellos unas hipotéticas sevillanas. En los jardines del Museo Picasso una familia ha organizado un picnic a lo Central Park, con mantita sobre el césped, cesta de mimbre y más neveras, pero no hay ardillas, por ahora. Un grupo de mayores canta y baila con sus tambores y palmas junto a la pirámide del Teatro Romano. Tres jóvenes vestidas de gitana pasan con cierta prisa. Una de ellas acusa el exceso de rebujito y reclama a las otras dos que se detengan un momento mientras se lleva la mano derecha a la cabeza sudada. Partida de risa, la que camina a su derecha emite su veredicto: "Eso se quita con un shawarma".

En la calle Larios no cabe un alma. Este martes es jornada festiva y no parece haber feriante que se haya quedado en casa. Una panda de verdiales ataca por Almogía con oficio y mucho arte. Una pareja de jóvenes británicos alucina con el ritmo: él, rubio y estirado como La Equitativa intenta seguirlo con la cabeza, hacia adelante y hacia atrás, como si estuviese en un concierto de Arcade Fire, pero se pierde sin remedio y se muestra incapaz de seguir. Muy cerca, un hombre vende hielo que ha traído en prácticas neveras a modo de contenedores y hace su agosto entre los oficiantes del botellón. En la Plaza del Obispo, el gentío se lo pasa en grande con Mr. Proper y sus versiones de clásicos del rock español. Un señor con sombrerito de paja, lema cervecero en la fajita, camisa empapada y rostro enrojecido insiste en bailar con su vergonzosa parienta, flor en ristre a mayor gloria de un moño crepuscular, que considera esos ritmos demasiado modernos. Nuestro hombre podría ser sin problemas un empleado de banca, un quiropráctico, un veterano de la Renfe, un funcionario de la Junta, el hermano mayor de alguna cofradía, un directivo del Málaga; pero si la Feria tiene algo bueno es su quehacer igualitario, la oportunidad que brinda a cada cual para descansar de sí mismo y todo cuanto le atañe para ser sólo un feriante más. Suenan sirenas de ambulancias. En Cister, cuatro cachondos que parecen sacados de alguna parodia miarmita, con sus camisas de El Caballo y sus rizos engominados, discuten dónde ir ahora y uno de ellos acusa al resto de haberse bebido todo el rebujito. El Patio de los Naranjos no queda exento de licores derramados ni de botellas rotas. Una visitante, probablemente rusa, insiste en posar con aire realmente sensual ante la cámara que esgrime su compañero en la puerta de la iglesia del Sagrario. En el Hotel Málaga Palacio no hay un solo taxi pero no faltan quienes deciden plantarse a a esperar. Hay mujeres que se sientan en los bordillos para descalzarse, niños que aporrean las trompetillas que algunos padres desesperados les han comprado en los puestos ambulantes, parejitas de adolescentes que se dan el lote impunemente en la siguiente esquina, canis que agitan las botellas de tinto de verano antes de abrirlas para derramar después el contenido a diestro y a siniestro, descamisados que se jalean mutuamente a ver quién aguanta más tiempo con el morro pegado al vaso, chunguitos venidos a menos que agitan sus cañas como si hubieran comprado el Iphone 8 y vecinos del centro que pasean a sus perros. Bien mirado, la fiesta podría durar todo el año. No habría motivo entonces para preocuparse por nada.

Mientras tanto, la Feria de día en el Real ha seguido su particular jornada sin excesivos bríos, con sus enganches y caballos, sus vestimentas tradicionales y sus espectáculos de arte ecuestre. La huelga de taxis se percibe aquí especialmente: salvo algunos núcleos algo más vivos, la impresión general es de un erial poco atractivo, pero semejante estampa no se debe sólo a la ausencia de taxis. Con sus tacones y sus collares rojos, una niña pilla un berrinche cuando encuentra los carricoches parados como animales antediluvianos que hubieran quedado varados. Las casetas ofrecen sus raciones y anuncian precios módicos. Huele a pimientos asados y a las parrillas donde un efusivo padre de familia acaba de prepararse un montadito de morcilla. No hay turistas, ni extranjeros en un sentido más amplio: todo el mundo sabe perfectamente a qué ha venido. Pero los participantes pasean orgullosos sus estampas, a pie o a caballo, como en una Málaga tremendamente fiel al (imaginario) arquetipo romántico. En Caseta del Flamenco y la Copla comienzan las primeras actuaciones mientras los platos de paella siguen sirviéndose en las casetas. Definitivamente, si alguien consideró alguna vez que esta apuesta iba a mermar la Feria del Centro no podía andar más equivocado. Más tarde cae la noche, las atracciones mecánicas comienzan su deambular con prontitud, repican los cánticos de las tómbolas y las hamburguesas Uranga, se encienden las luces y las familias que han llegado como buenamente han podido hacen del Real de la Feria la ciudad iluminada que ha sido siempre. No pocos de quienes llegan lo hacen directamente desde el centro y apenas se mantienen en pie. El botellón vuelve a adueñarse de diversas áreas. Unos cuerpos caen, otros aguantan. La liturgia que conduce hasta el miércoles.

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