Málaga

Fiesta con la cabeza en otra parte

  • En la edad de la información, la paradoja alcanza niveles grotescos

  • Era natural que a muchos se les quitaran las ganas de Feria al leer las noticias en el móvil

  • Quedaban los inconscientes, dichosos en su ignorancia

  • Y un poco de miedo

Pedía ayer el alcalde, Francisco de la Torre, a través de un mensaje en Twitter que todos los actos de la Feria estuvieran precedidos por un minuto de silencio. De inmediato la red social se llenó de réplicas diversas, entre quienes pedían información sobre medidas de seguridad, quienes consideraban insuficiente el gesto y quienes manifestaban sus pocas ganas de fiesta ante lo que estaba sucediendo en Barcelona. Resultaba improbable que alguien fuese a la calle Larios a pedir un minuto de silencios a la nutrida pandilla de gabachos desmadrados que pusieron a saltar al grito de oeoeoé, pero, en todo caso, la verdadera paradoja se vivía al aire libre. De pronto, la edad de la información entraba de lleno en la Feria: si hasta ahora los móviles tenían su protagonismo a mayor gloria de los selfies y la proyección de imágenes en redes sociales, ayer eran más de cuatro los que seguían pendientes de lo que sucedía en Las Ramblas sentados ante botellas de Cartojal y platos de jamón y queso. La paradoja adquiría así en la Feria del centro términos grotescos, pero también reveladores respecto a la susodicha sociedad de la información; en ciertos corrillos, los más serenos, se respiraba preocupación y pesar, mientras el goteo de noticias se seguía con atención en las pequeñas pantallas portátiles, mientras alrededor ardían aún las sevillanas y el jolgorio. En los mismos corrillos, así como en Twitter, había quien expresaba su miedo en una ciudad atestada. Y luego estaban los inconscientes, la abrumadora mayoría que no se había enterado de nada, los ruidosos promulgantes de la jauría y el dale que dale, los jóvenes y no tan jóvenes acólitos del botellón que a las seis de la tarde ya no se tenían en pie, dichosos celebrantes que bailaban sobre botellas rotas y charcos de rebujito. No hubo tregua: aun con menos afluencia en las calles respecto al miércoles y rincones más abiertos en los que esquivar la bulla, la Feria del centro fue la bacanal que viene siendo desde el sábado, con iguales excesos e iguales estampas. Y seguramente esta misma paradoja que sirven las ciudades dolientes y las ciudades festejantes sostiene a la civilización occidental desde hace milenios; por más que ayer, en el mismo corazón de la fiesta, el dolor de otra ciudad fuese también compartido con gestos bien concretos. En Málaga tocaba Feria, y Feria hubo, como correspondía. Aunque quienes seguían lo sucedido en Barcelona sin renunciar del todo a la fiesta que habían venido a celebrar tuvieran la cabeza en otra parte.

Pero no crean, que también tenían la cabeza en otra parte, aunque por motivos muy distintos, los fenómenos que habían venido a la Feria a celebrar una despedida de soltero con alas de angelitos a sus espaldas y globos un tanto obscenos anclados en sus cabezas y que correteaban por Casapalma arrojándose cándidamente cubitos de hielo desde sus pelotazos. Ni las incondicionales groupies que se jaleaban con férrea disciplina en Beatas y brincaban borrachas como cubas con orejitas de Minnie Mouse. Más allá de cualquier otra parte del mundo, la Feria seguía por tanto su curso entre verdiales, sevillanas, palmas, peinetas, tambores y cantos espontáneos lanzados desde las esquinas más insospechadas. En un bar de la calle Salinas se armaba una tangana en la que tuvo que intervenir la policía: una camarera acusaba a unos clientes de agredir a un compañero mientras se vivían momentos de tensión. Las plazas de Uncibay y Jerónimo Cuervo volvían a convertirse en los vertederos de la Feria del Centro con igual volumen de detritus, y un menda pasado de rosca se pensaba si depositar o no los ultrajes de su estómago en la misma puerta de la librería Rayuela. Los soportales del Teatro Cervantes volvían a servir de WC para feriantes inconsolados, pero dado el límite de espacio los había que, todavía a plena luz del día, vestido alguno con polo de fantasía, bermudas blancas y náuticos sin calcetines, optaban por orinar en los portales de las casas de Madre de Dios. Los urinarios habilitados junto a la Catedral (nada como instalar unos urinarios para lanzar una invitación formal a la micción en los muros del templo) ya habían sido retirados, pero los de Jerónimo Cuervo, como cada tarde, estaban ya impracticables. De modo que el olor entre Cárcer y Frailes resultaba soportable sólo a duras penas, por más que muchos consideraran el emplazamiento óptimo para beber y comer. Cualquier debate sobre el modelo de la Feria del centro que pase por alto la transformación en excusado de lo que durante el resto del año se promociona pomposamente como Barrio Picasso no llegará, que digamos, al fondo de la cuestión.

En el Real de la Feria, la portada se apagó a las 23:00 durante dos minutos en señal de duelo. El asunto del atentado estaba también en bocas y corazones, pero la fiesta siguió su curso con relativa normalidad. La ilusión de los niños (y no tan niños; por cierto, que los carricoches a prueba de infarto parecen ganar cada años más adeptos; he aquí, tal vez, un campo de estudio para una posible tesis sobre la pervivencia de la infancia en poblaciones adultas y sus vínculos con ciertos artilugios mecánicos duraderos; al cabo, la Feria nocturna no sería nada sin los eternos niños que acuden a revivir exactamente los mismos momentos año tras año) era más fuerte que cualquier otra consideración al respecto. En las casetas se daban las liturgias de siempre, raciones y montaditos, más sevillanas y actuaciones en directo, mojitos en el Rincón Cubano y toda la atención puesta en las tómbolas por ver quién se hacía con el peluche más molón de Doraemon. El regreso de los taxis se tradujo en cierto alivio para no pocos feriantes, especialmente a la hora de levantar el freno en lo que a beber alcohol se refería; pero no en más afluencia. El Cortijo de Torres volvía a ser la ciudad encantada, también eternamente infantil, gobernada por luces y dulces de algodón. Cuando se procedió al apagón en la portada, fueron pocos los feriantes que se dieron cuenta y menos los que lo interpretaron como señal de luto. Especialmente en la Explanada de la Juventud, convertido de nuevo en el reguero de plásticos y cuerpos inertes donde Baco entrega definitivamente la última cuchara entre vasos de calimocho. En semejante derrota había quien reparaba en que a la Feria le quedan dos días: dos días para que esta ciudad siga perdiéndose y encontrándose en cada esquina, engalanándose y poniéndose perdida, soñándose y despertándose en plena pesadilla, embelleciéndose y ofreciendo lo peor de sí misma, ganándose y perdiéndose como en un espejo en negativo perenne y bicéfalo. Dos días para no tener miedo. Ni una pizca.

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