Málaga

The Walking Dead en Uncibay

  • Primera jornada con el centro a reventar y el reencuentro con el Real

  • Queda claro que cada cual se lo pasa bien aquí como quiere, o como puede

  • Otra cosa es que la mezcla, ay, termine de encajar del todo

Mercadona de Fuente Olletas. Las once de la mañana. Un joven legañoso con pinta de haber dormido poco llega a una caja y pone sobre la cinta dos botellas de Larios, otras dos de whisky y una de sprite. Tras él, un señor bajito, con piernas arqueadas y riñonera del Real Madrid deposita cuatro cartones de vino tinto, vasos de plástico y dos litros de cerveza. La siguiente en la cola es una chica con la peineta en ristre y un vestido de evocación flamenca sin llegar a ser tal, que hace lo propio con una mercancía de variedad espirituosa. Cualquiera diría, en fin, que se están haciendo con las provisiones precisas para la Romería de la Victoria. Pero para entonces ya hay armado un bonito desfile de feriantes que buscan las calles del centro para dar la bienvenida a la fiesta después de los fuegos de la noche anterior, en una riada en la que cunden más las botellas en bolsos de plástico que los trajes de gitana. Algo más tarde, mientras la romería en cuestión llega al barrio con su habitual efusión de malagueñismo pobrecito que un matrimonio de veteranos turistas alemanes observa desde el Jardín de los Monos como si de un partido de tenis se tratase, ya no cabe un alma desde la Plaza de la Merced hasta la Marina. Había ayer ganas de Feria, y quien quiso se quedó saciado. Pero de inmediato se distribuyó el material según el criterio ya acostumbrado: pandas de verdiales, fanfarrias, grupos folclóricos y demás agentes del servicio indígena desde la portada de la calle Larios hasta la Plaza de la Constitución; y un botellón descomunal que parecía no dar más de sí a eso de las 13:00 entre la calle Granada y Uncibay. Pero no crean, que siguieron cayendo consumidores de mojitos, calimochos y los más efervescentes matarratas hasta mucho después de las 18:00, hora señalada para el cierre oficial del invento. Tararí: el botellón prosperó hasta bien entrada la noche, y mientras Limasa le metía mano a la calle Larios en Calderería y Comedias el engrudo salpicado de botellas, detritus y salazón que cubría el suelo alcanzaba varios centímetros de espesor. Es decir, lo que Feria del centro viene siendo desde hace ya una porrada de años. Y los que quedan, parece.

Si algún intrépido decidía internarse en la plaza de Uncibay desde Casapalma a eso de las 17:00 y continuar hasta Sánchez Pastor, no tenía más remedio que empujar y ser empujado sin el menor escrúpulo. Y entonces sí, el festival se hacía absoluto. Cuatro adolescentes como cuatro cubas iban cantando "Ari ari ari se la llevó" mientras intentaban alzar una especie de pirámide humana que debía acabar coronada con una botella de Cartojal, sin éxito. A su lado, otra feriante más talludita intentaba ponerse una camiseta sucia a modo de pañal, metiendo las piernas por las mangas, vaya usted a saber por qué razón, jaleada por una pandilla de alegres camaradas sudados como pollos. Un africano como un armario empotrado lucía en su camiseta el lema Love Biafra mientras un cani al que deben haberle quedado por lo menos dos para septiembre iba paseando una muñeca hinchable. En cuanto a camisetas, el repertorio de mensajes proclives a la cogorza y el desahogo sexual alcanzaba niveles tan ridículos como bochornosos, pero aquí la Feria no es otra cosa que el sueño de ciertos estudiantes de ESO hecho realidad. Todo parecía haber sido planeado en un gimnasio muy chungo. El grupo que amenizaba la velada con sus versiones de rock atacó con el Zombie de The Cranberries y de pronto todo tenía sentido: pretender una conversación razonable con el tipo que se había subido a hombros de otro para lucir mejor sus orejas postizas de conejita de Playboy era pedir demasiado. El desmadre se parecía a una concentración masiva de The Walking Dead, con la conciencia justa para apurar el siguiente trago y no exigir más peras al olmo. Bien, no hay problema. Allá por Strachan quedaban señoras empeñadas en tocar sus tamboriles y en ondear sus volantes gitanos al compás machacón de tres por cuatro, pero en esta conga que se prolongaba hasta Tejón y Rodríguez correspondía asistir a los primeros desvanecimientos y los inútiles intentos de recuperación a base de abanicos. Uno seguía empujando con los dedos cruzados a modo de amuleto contra los descamisados, y casi daba por resuelta la victoria, pero resultó que no, que aparecieron tres machotes sin camiseta buscando también oxígeno como peces en la arena, y claro, quien tuvo la mala suerte de topárselos se las vio y deseó para evitar el roce. Por cierto, esta feria se han puesto de moda unas camisetas finísimas que apenas cubren nada, en plan Borat, con las que seguramente sus usuarios querrán solventar el veto pero que a efectos prácticos se traducen en el mismo torso desnudo y pegajoso. En esto de despelotarse, eso sí, se dan la misma alegría guiris y nativos.

Con la caída de la tarde no pocos feriantes que habían agotado las baterías en el centro estaban dispuestos a seguir la marcha en el Real, que quedó convenientemente inaugurado con su bonito alumbrado y su portada dedicada al Palacio de la Aduana. Las paradas de la EMT no daban abasto y había que armarse de (más) paciencia para arrimarse a una cola y aguantar el tirón. En la misma Alameda, un taxista apuntaba su versión de los hechos: "El año pasado nos negamos a recoger a nadie en la zona Norte porque nos recibían a pedradas. A ver este año cómo se dan las cosas". Lo de la competencia de Cabify tampoco hace excesiva gracia al gremio, como es lógico: "Ya que uno corre el riesgo de que se te meta en el taxi cualquier energúmeno en mal estado, por lo que menos que no perdamos el trabajo". Ya en el Real, la mescolanza de familias irredentas, pequeñajos con hambre de carricoches, adictos a la tómbola, el aroma de las parrillas ambulantes y los dulces de azúcar y gente con más ganas de cante y baile dibujó los perfiles acostumbrados, para nostalgia de unos y maravilla de otros. El dictamen es irrevocable: Málaga es una fiesta, o muchas fiestas, entendidas de manera bien diversa. Quien decida no participar no tiene precisamente mucho espacio a su disposición. En cuanto a los feriantes, los empeños en introducir otros modelos de diversión han dado definitivamente al traste, y en gran medida esto se debe a que la ciudad tiene justo la Feria que quiere, la considerada por muchos mejor Feria del mundo, cualquiera que sea el significado de esto. Todo hijo de vecino tiene derecho a pasarlo bien como le venga en gana, y Málaga parece haber dado por buena esta máxima acrítica a pesar del castigo que recibe estos días. Amén, pues. Bertrand Russell afirmó aquello de que "el ser capaz de llenar el ocio de una manera inteligente es el último resultado de la civilización". Pero corren buenos tiempos para The Walking Dead.

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