Feria

Todas las Ferias, la Feria

  • El segundo hemisferio de la fiesta entró ayer como otro ciclón en el que nadie quiso quedarse en casa y en el que cada cual hizo lo que mejor se le daba para pasarlo bien: a menudo, resistir era suficiente

A estas alturas del juego a uno no le queda más remedio que plagiar a Julio Cortázar, pero la Feria parece no entender de plazos. Mientras el alcalde se empeñaba ayer en aportar valoraciones magníficas del evento, en asegurar que todo estaba llenísimo (no hace falta ser un lince) y en calmar a quienes dudan del definitivo beneficio económico, el mayor desmadre malagueño atravesó ayer su ecuador según la expresión pactada por medios y analistas; o lo que es lo mismo: quien estaba harto podía consolarse pensando que ya sólo le falta a esta orgía de despropósitos la mitad. Lo bueno es que a estas alturas ya están todas las cartas boca arriba, cada cual ha delatado con creces su pecado más imperdonable y hasta la misma ciudad parece haberse adaptado a la sacudida brutal de sus más finos elementos: ya por la tarde daba la sensación de que los charcos, las latas, las cajas de cartón desvencijadas y el enorme volumen de botellas de cristal acumuladas en las aceras habían estado siempre en la calle Cister, donde, una vez, reinó el silencio. Y porque ya, en el fondo, a esto le quedan tres días y no merece la pena andarse con tonterías, todo el mundo decía lo que tenía que decir a voz en grito. Con el volumen al que tronaba todo, por cierto, tampoco había más remedio.

Ya me dirán entonces cómo podían advertir dos amigas a una tercera (las tres vestidas con camisetas llamativas en las que ofrecían sus números de teléfono y no sé qué más) que por la calle La Bolsa no, que tenían que dar la vuelta en la calle Larios para llegar a donde habían quedado, cuando una batucada se empeñaba a tocar justo al lado Paquito chocolatero a todo trapo: algunos nódulos tuvieron que estallar en aquellas gargantas adolescentes. La resaca ferial, allá por el veintimuchos de agosto, debe ser la época de bonanza para los otorrinos malagueños, felices de atender oídos reventados (en la Plaza de la Constitución no cabe otra; por mucho que se baile, los amplificadores hacen lo suyo) y aparatos fonadores dignos de restauración patrimonial. Alguien, estoy seguro, se estará frotando las manos. Si Málaga es de por sí chillona, en estos días se sacude los pocos escrúpulos que le quedan. Lo bueno será cuando, por fin, tengamos algo que decir.

Algunos momentos son impagables. Una familia que hablaba un extraño idioma, seguramente de Europa del Este, viajaba al centro en la línea C-1 de la EMT y cuando el autobús sorteó la Plaza de la Marina y la calle Larios quedó alumbrada a su derecha, todos sus miembros exhalaron un descomunal y sincero "Ooooooh": el mar de gente que se abría más allá de la puerta de las biznagas se apretaba como un embutido a punto de derramarse. Si alguien pierde aquí una lentilla está perdido, debieron pensar. Por cierto, un tipo bastante borracho aseguró haber visto al Papa en la Plaza del Teatro. Y por qué no: alguien tendría que poner orden, maldita sea. Que el Señor lo ve todo. 

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