Málaga

La antesala del camino al cielo

  • Desde que se pusiera en marcha el autobús 'exprés', la línea tradicional del aeropuerto ha perdido notablemente en alcance e identidad · Pero algo humano sigue aconteciendo en sus estrías

Son las 10:30 en la Avenida Manuel Agustín Heredia. El calor multiplica la sensación de bochorno, subrayada por el clima nuboso. En el interior del autobús hay sólo dos pasajeros (un señor que pregunta al chófer por una parada del trayecto y el periodista), así que el aire acondicionado y la holgura ejercen un remedio eficaz. En la acera que linda con el puerto, dos magrebíes, uno joven y otro mayor que luce una larga barba blanca, empujan un enorme carro cargado hasta los topes de maletas. Continúan a lo largo de la valla del muelle hasta que al final el primer acceso les permite entrar en el recinto. El autobús emprende la marcha a la hora prevista, señalada convenientemente en los avisos luminosos y la información en papel de la marquesina.

El atasco en la avenida es notable. Transcurren algunos minutos hasta que el vehículo logra pasar el cruce con la calle Córdoba y llegar a la sede CCOO, donde los carteles amontonados en la fachada refuerzan la sensación de ruina. En la siguiente parada, la del CARE, no se incorporan viajeros. En la puerta del centro sanitario hay un trasiego abundante de pacientes que consultan sus radiografías, intercambian impresiones o buscan un taxi. El vehículo atraviesa después la desembocadura del Guadalmedina, con su mal olor que se filtra en el interior y sus espumas, y llega a la calle Plaza de Toros Vieja. Un hombre mayor de impoluta camisa azul cruza la calle con un bastón mientras en la acera una mujer con velo islámica camina a toda prisa. En la calle Cuarteles el tráfico vuelve a hacerse denso y el autobús tiene dificultades para incorporarse a su carril. De cualquier forma, en la siguiente parada, la del cruce con la calle Eslava, tampoco suben nuevos usuarios. En la de la Estación María Zambrano sí aguardan dos viajeros que llevan numerosas maletas y bolsas de viaje. Se trata de una pareja que parece emprender un viaje de vuelta. Hablan en francés. Él es mayor, lleva una barba blanca afilada y un sombrero tipo Panamá. Ella, más joven, lleva gafas redondas, el cabello rizado, una botella de agua de litro y medio y un rosario a modo de pulsera.

En la primera parada de Héroe de Sostoa tampoco se produce intercambio de pasajeros. Un ciclista ocupa el carril bus, así que el automóvil reduce la velocidad sin remedio. En la segunda parada, en La Princesa, sube un hombre con una maleta y una mochila, flequillo rubio de peinado perfecto y porte elegante reforzado con una camisa a rayas, que pregunta al conductor si el autobús va directo al aeropuerto. Justo detrás sube una mujer con una bolsa de una tienda de moda que pregunta también al chófer por el trayecto de la línea, pero cuando el mismo le indica que debe tomar otro autobús pone un gesto de circunstancia y baja. En la siguiente parada de Héroe de Sostoa, frente a la gasolinera, sube una joven con melena rubia corta, gafas de sol y uniforme azul que delata su profesión de azafata. El barrio de Sixto se ofrece después en toda su amplitud, tras la zanja de las obras del Metro. Una oficina de Cajamadrid está prácticamente cubierta de pintadas y un hombre parece pelearse con el cajero automático. Durante el tramo urbano de la Avenida de Velázquez no se producen más intercambios de viajeros. El Hiper Asia anuncia sus rebajas a lo grande, pero en el aparcamiento para clientes apenas se cuenta una decena de utilitarios. A su lado, un restaurante asiático pregona sus variedades en wok y sushi con llamativos carteles de colores chillones ante los que resulta imposible apartar la vista. Por las aceras apenas caminan peatones al sol.

El hombre que subió en Manuel Agustín Heredia atiende a una llamada en el móvil. Responde en una lengua que presumiblemente se corresponde con algún país de Europa del Este. Pide entonces la siguiente parada y baja en Azucarera, donde suben otras dos usuarias. Ambas mujeres, una mayor y otra joven, son seguramente madre e hija, muy rubias y con ojos claros. No llevan equipaje y se sientan en la parte trasera. Conversan en inglés en voz muy baja. El mal olor de la desembocadura del Guadalhorce también se cuela en el interior del autobús. En la siguiente parada, en Vila Rosa, frente al Makro, sube un hombre con camisa estampada, maleta pesada y gafas de sol que saluda al conductor amablemente en castellano. El vehículo enfila por el pequeño carril, completamente desierto, como a través de un páramo abandonado, hasta la salida del aeropuerto.

Los locales que anuncian plazas de aparcamiento a bajo precio compiten en el impacto de sus ganchos publicitarios. Dejada a un lado la fábrica de San Miguel, la rotonda soporta un volumen notorio de tráfico. El autobús continúa hasta la nueva terminal y toma un carril exclusivo que conduce hasta otra rotonda situada al lado al acceso de la torre de control, da la vuelta y llega a la última parada. Algunos recién llegados esperan en la marquesina, pero casi todos preguntan por Marbella. Son las 10:57. Fin del trayecto.

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