Málaga

El envés silenciado

  • En El Limonar se vive hacia dentro: rejas, jardines y puertas como muros infranqueables separan a los vecinos de las aceras, como una existencia decantada en laboratorios, signo de una melancolía disimulada

Sólo el lejano griterío infantil que se filtra desde el colegio Madre Asunción rompe el silencio en el Paseo del Limonar. Es un mediodía cualquiera, después de una noche de lluvia. Cerca, en el parque El Rosario, el arroyo desciende con el caudal vivo. Pero aquí casi nadie camina por las aceras, y los pocos que lo hacemos sabemos que no vivimos aquí. Nos basta mirarnos a los zapatos. Se desplazan repartidores de las más diversas mercancías y mensajeros: en El Limonar se vive hacia dentro, los vecinos permanecen invisibles mientras oficiantes llegados de diferentes rincones les proporcionan los suministros. Casi todos los edificios, separados por aceras, rejas y puertas metálicas plantadas como muros infranqueables de las aceras, cuentan con aparcamientos privados: los usuarios salen y entran directamente de sus casas y no pisan el barrio.

Realmente no hay mucho que pisar: no hay tiendas, ni establecimientos de cualquier tipo, ni siquiera quioscos. Sólo un supermercado se deja ver abierto en el Paseo del Limonar, la tienda de Toñi, casi vacío. Entre esta hermosa avenida y la contigua calle República Argentina avanzan dos hombres de rigurosa corbata hasta que entran en el Colegio Oficial de Arquitectos Técnicos y Aparejadores. Una mujer, de pronto, se deja ver entre las filas de coches, llega enseguida a su portal, lleva dos bolsas de la compra, abre la puerta que se cierra con un estrépito solemne. Subimos por el paseo: el restaurante Limonar 40 pregona su exclusividad con la distancia.

Esto es El Limonar, enclave señero, material de coplas, una Viena de ensueño incrustada en uno de los vértices más envidiables de Málaga. Las mansiones de principios del siglo XX, como Villa Suecia, con el sello señorial y distinguido del arquitecto Manuel Rivera Vera, se disponen calladas, inertes, piezas de museo en una vía que no parece pública. Y, sin embargo, todo este mausoleo de oportunidades perdidas pregona una melancolía disimulada, ésta es la Málaga de alcurnia, de clase, la que creyó que viviría siempre, la que se imaginó colmada de color y fiesta, la de las almas pioneras, la más cosmopolita y menos previsible de todas. Por eso, sorprende pasar junto a un contenedor y verlo rodeado de basuras. El olvido también se hace fuerte en esta remota promesa.

A pesar de que el arriba firmante ha tenido que posar en casi todas las fotos, algunos vecinos se prestan finalmente a actuar de portavoces. "Lo de la basura lo llevamos denunciando años", explica un señor maduro de perfecto peinado raso a la izquierda y chándal azul. "Seguramente en el resto de la ciudad la gente tiene otra imagen del barrio, pero aquí faltan servicios básicos. La recogida de basuras no se realiza todavía con la continuidad necesaria". Junto a las basuras languidecen abundantes restos de podas que interrumpen el paso en las aceras: hay que bajar al carril. Pero la suciedad también se delata en pintadas, no pocas, desde las calles La Era (los bloques están aquí especialmente dañados) y Goethe hasta Sierra de Líbar y Sierra del Co. No pocas de esas pintadas son advertencias racistas. "Pedir que las limpien resulta inútil; muchas veces son los mismos vecinos quienes lo hacen, hartos de esperar", sentencia el interlocutor. Sigue su camino con porte atlético.

Esa falta de servicios coincide con la reseñable carencia de comercios. "Sólo para comprar el pan hay que darse una caminata y salir del barrio", apunta una señora reservada que prefiere no decir nada más. Esto explica el transitar continuo de recaderos y mensajeros: aquí, hacer la compra por internet es una práctica muy habitual. La poquísima población de rasgos distintos al canon europeo que se registra después de horas de observación corresponde al servicio doméstico: salen al supermercado y regresan. Luego, a esta hora del día, son los únicos que se ven en las pocas ventanas translúcidas, limpiando a fondo las cristalerías. Suyos son todos los rostros que, por ahora, podemos poner a este paisaje tan carente de material humano y que sin embargo atesora un pasado efervescente en sus esquinas. En las villas cercadas vivieron (¿viven?) nobles, embajadores, acérrimos masones, extranjeros pudientes de orígenes ocultos a conciencia, herederos que iban de bohemios y quisieron hacer del Limonar su particular Greenwich Village, y esta cadencia flota en el ambiente, lo alimenta, lo tiñe. En los edificios de viviendas se anuncian ventas y alquileres de pisos, más de lo que cabría imaginar. Otra vecina que parece sacada de la última serie de televisión sobre ejecutivos se explica con mayor precisión y generosidad: "La crisis ha golpeado muy fuerte en esta parte de la ciudad. Mucha gente aprovechó los años de bonanza económica para instalarse aquí, buscando sobre todo tranquilidad. Hace diez, quince y veinte años, aquello hizo crecer al barrio y trajo mucha juventud, la media de edad descendió notablemente. Pero algunos compraron viviendas demasiado caras, se hipotecaron hasta las cejas y ahora no pueden hacerse cargo de ellas. Y es una tragedia, porque estas casas son especialmente difíciles de vender". Tiene razón. En los bloques de pisos, la cuota mensual para la comunidad de vecinos puede alcanzar aquí cifras de vértigo, pero también hay viviendas antiguas que en su mayoría pertenecen ya completamente a sus propietarios.

Siguiendo el rastro de la calle La Era, a los pies del monte del Seminario, el camino se vuelve amablemente bucólico, casi sacado de la Arcadia de Sannazaro. Pero los vecinos se quejan de que la seguridad no es precisamente predominante y de que a partir de ciertas horas conviene no pasear por aquí. En la sede del Colegio de Arquitectos, en la calle Las Palmeras del Limonar, los pavos reales retozan juguetones en el césped. No es ilusión. O quizá sí. Uno se va del Limonar sabiendo que no lo ha visto todo. Debe haber más en ese silencio.

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