Málaga

El mar blanco se incorpora

  • Sumido en sus propias contradicciones y exponente de una Málaga utópica inevitablemente sumida en la frustración, este barrio reúne algunas de las mejores virtudes de la ciudad, su carácter y sus gentes

Son las nueve de la mañana de un sábado, así que no hay mucha gente por la calle. Se puede aparcar plácidamente en el Parque Mediterráneo y buscar alguna cafetería para desayunar como un marqués, como a uno le gusta, con un periódico en la mano, sin apreturas y con tiempo por delante. A la vuelta de la esquina, sin embargo, aparecen practicantes de footing con la música puesta a todo volumen (quién lo iba a decir, los auriculares mastodónticos han vuelto a ponerse de moda en detrimento de aquellos otros tan pequeños que se clavan en los oídos), chicas que pasean a sus perros (un shar-pei adulto y negro como el chocolate se empeña en perseguir a un gato escurridizo), jubilados que acaban de recuperar las guayaberas de sus armarios y otras criaturas dispuestas a aprovechar el cálido sol en los primeros compases del día. La cafetería, de hecho, está sorprendentemente llena, pero no hay peligro, queda una mesa libre para degustar un sombra, un buen pitufo y una entrevista con Zapatero pocos minutos antes de que se confirme que finalmente no se presentará a las elecciones de 2012. Hasta aquí no llegan los efluvios del Festival de Cine, ni las colas del Museo Thyssen: el barrio vive su independencia con calma, con cierta inopia, sumido en sus asuntos, aunque sí, dos hombres sentados en la mesa contigua discuten sobre Zapatero, que si sí que si no. Metido en tan agradable refriega uno llega a olvidar dónde está, pero llega el momento justo de pagar lo que se debe y echar a andar por la jauría de alturas blancas, como un mar encrespado junto al Parque del Oeste, que es el Parque Mediterráneo. Y ahora sí, parece que ha transcurrido una eternidad y la presencia humana en la calles mucho mayor, más viva, más abundante. Llama la atención la cantidad de niños que ya juegan y corretean por todas partes. No es de extrañar: sus padres han esperado este sábado con cristiana paciencia y el tiempo luce a su favor, radiante, por más que digan que el clima va a cambiar, se anuncian nubes para mañana, mientras tanto bendito sol el que nos alumbra. Le embarga a uno entonces cierta sensación privilegiada, propia de un día de esos azules y machadianos. Cuando un abuelo pasea en calma llevado de la mano por sus nietos (aunque él crea, iluso, que es al revés), se respira cierto agradecimiento innato a la divinidad suprema, una humildad que celebra la oportunidad de haber asistido a este día.

El Parque Mediterráneo es uno de los proyectos urbanísticos más utópicos y también más contradictorios de los que se llevaron a cabo en la Málaga de los 70. Frente a otros barrios contiguos en los que el desarrollismo de las décadas anteriores devino en una masificación brutal (La Paz, La Luz y también Sixto), quienes se sentaron a pensar el Parque Mediterráneo apostaron por la creación de un enclave propio de la clase media pero con una anatomía en plena sintonía con la modernidad, repleta de anchas aberturas, zonas ajardinadas, trazados amplios para el tráfico y espacios comunes en los que el encuentro vecinal fuera una constante ganada de antemano. Si en otros barrios vinculados a la primera división de la ciudad como Cerrado de Calderón y el Limonar, que también entonces comenzaban a asumir su definición definitiva, la sucesión de urbanizaciones clausuradas ganaba terreno a la oportunidad de construir barrios con identidades singulares, en el Parque Mediterráneo se aspiró a conformar una naturaleza urbana con todas las comodidades puesta al servicio de quienes aprovechaban entonces el tirón del turismo y del tímido despertar industrial. El Parque del Oeste vino décadas después a rematar la idea, completada con áreas deportivas, diversos negocios y comercios y una variada oferta de ocio y restauración. Hoy día, no son pocos los malagueños que cada fin de semana se desplazan hasta el Parque Mediterráneo para ir de topas, tomar unas cañas, darse un festín de pescaíto o simplemente tomar el fresco. El paraíso de la clase media, rematado con una arquitectura valiente que alcanzaba la categoría de puntera, parecía haber ganado su lugar en Málaga ya en los 70.

En realidad, el perfil social y económico del barrio es bastante amplio. La mayor parte de las familias que viven en él son las mismas que se asentaron aquí hace cuarenta años, aunque inevitablemente el Parque Mediterráneo ha crecido dentro incluso de los límites cercados por la calle Frigiliana. Abundan los profesionales liberales y empresarios, pero también trabajadores por cuenta ajena y una nada desdeñable población de pensionistas, así como de estudiantes. En los balcones apenas se ven carteles que anuncien ventas o alquileres, pero sí en los locales comerciales: no pocos de aquellos comercios, bares y restaurantes, algunos emblemáticos, han cerrado en los últimos años a consecuencia de la crisis. El paro, de hecho, no ha sido aquí más suave que en otras zonas de un carácter abiertamente más obrero. Preguntado por el problema más acuciante del barrio, uno de esos jubilados con guayabera y gafas de sol responde sin dudarlo: "¿El peor problema? ¡El paro! Están todos paraos". El ambiente familiar de este sábado no presta demasiados argumentos directos para comprobarlo. Pero sí la veracidad del dictamen de una señora que camina sola con porte regio y noble, en dirección a un portal: "Lo peor del barrio es que está abandonado y sucio. Parece que lo están dejando morir". Tiene razón: algunas de las zonas ajardinadas están incomprensiblemente regadas de latas, plásticos y otros desperdicios, quizá consecuencia de la noche del viernes. Parte del mobiliario urbano, así como las esculturas que en su día se instalaron para acentuar esa apariencia distinguida para el disfrute ciudadano, está maltrecho y ha sido visiblemente atacado. Hay pintadas poco edificantes en fachadas y paredes. Otros vecinos afirman que el Parque Mediterráneo se ha hecho más inseguro por las noches, que los fines de semana hay demasiado ruido y que casi todos los días los coches invaden las aceras o aparcan en doble fila. La utopía, en fin, vino a menos. Pero ha salido el sol y quien pueda hoy vivirá bien.

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