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El ranking: una historia de amor

  • A menudo las ciudades se parecen a los hijos, y así nos delatamos a la hora de quererlas

  • Se pueden desear de manera legítima aspiraciones distintas

  • Pero no hay un amor mejor que otro

El Centro Pompidou, un emblema de éxito: donde aparece una guinda suele haber una tarta debajo.

El Centro Pompidou, un emblema de éxito: donde aparece una guinda suele haber una tarta debajo. / marilú báez

Hace unos días volví a encontrarme con un conocido al que hacía muchos años que no veía. Resulta que este viejo amigo tiene un hijo de nueve años, la misma edad de mi Irene, así que, como corresponde, empezamos los dos a cantar las excelencias de nuestros vástagos y a dar cuenta de sus muchas y exitosas actividades. A este conocido su hijo le ha salido deportista, de modo que juega al fútbol y practica varias disciplinas atléticas de forma prometedora. Mi antiguo compañero de correrías me contó que reside en uno de esos barrios que podemos llamar de la periferia, con una (abultada) población mayoritariamente joven y todavía en expansión; sin embargo, me llamó la atención que los clubes y equipos en los que compite su pequeño se encontraban en otras áreas de la ciudad más, digamos, pujantes, o al menos tradicionalmente consideradas de alto standing. Le hice a mi amigo un comentario jocoso sobre los prolongados viajes en coche que tendría que completar cada semana para llevar a su hijo a todos los partidos y encuentros, y me comentó que sí, que tanto trajín se le hacía un poco cuesta arriba, pero no dudó en aseverar que merecía la pena. Y entonces hizo una afirmación que me pareció muy significativa: "Para mí (vino a decir) es importante que mi niño se relacione con gente de alto poder adquisitivo, porque eso podrá abrirle puertas en el futuro". De hecho, el chaval, que también acusará a su modo (digo yo) tanto viaje, acude a una academia de inglés en el Limonar por la misma razón. Rumiando lo que me acababa de decir, yo le conté que Irene está loca por la música, que va al conservatorio, toca la viola y canta en dos coros, y que está muy contenta. Que lee mucho, que le encantan las manualidades y que desde que fuimos de visita al observatorio del Calar Alto dice que de mayor quiere ser astrofísica. Cuando nos despedimos, seguí dándole vueltas a lo que me había contado. La verdad, nunca me había interesado por que Irene se relacionara con nadie en particular. Siempre me ha parecido importante que se relacione con todo el mundo, que salude cuando llega a los sitios, que le dé los buenos días al cartero o al quiosquero, que no mire las condiciones particulares de cada cual a la hora de ser amable. Y no hemos tenido que empujarle mucho en casa en este sentido, pero, diantre, ¿y si yo no fuese tan buen padre por no llevar a mi hija a relacionarse con determinada gente? Una cosa está clara: tanto mi conocido como yo queremos lo mejor para nuestros hijos. A ninguno de los dos se nos puede acusar de no procurar para ellos lo que consideramos importante. Pero, claro, como todo en la vida, hay estilos distintos. Hasta para querer a los hijos, que ya es decir.

Y tanto seguí rumiando que acabé pensando una tontería: las ciudades, en este sentido, se parecen a los hijos. Hay muchos que quieren a Málaga y por eso esperan verla en lo más alto del ranking, con el mayor número de turistas por temporada, con los mejores museos, en la portada de The New York Times, la joya de la corona en Fitur y la World Travel Market, con equipo en la Champions y estrellas Michelin a rabiar. Si para ellos es importante que sus hijos destaquen entre el resto, porque ésta es su forma de quererlos, de la misma manera se alegran cada vez que Antonio Banderas sale en cualquier sitio anunciando proyectos en Málaga, o cuando cualquier malagueño es reconocido con un premio importante ahí fuera. Para muchos de estos padres, una torre de 135 metros de altura en el Puerto a mayor gloria de un hotel será la demostración de que Málaga se ha convertido en la gran metrópolis, la city continental que ha debido ser siempre, un poco como los progenitores que se emocionan en las graduaciones de sus hijos porque han sacado la nota suficiente para estudiar Medicina, como quería papá. Yo también amo a Málaga. Pero a veces no puedo dejar de sembrar dudas en mi categoría de buen malagueño, dado que mis deseos para Málaga son muy distintos. De entrada, a mí me gusta Málaga como es (lo que no quiere decir, ni mucho menos, que me conforme con lo que hay; pero amar también significa aceptar, lo que no siempre es precisamente sencillo). Y, por pedir, me gustaría verla más abierta, más accesible, más verde, más para todos en todas partes; una ciudad en la que podamos reconocernos, en la que todos sean bien recibidos, en la que nadie (nadie) se sienta extraño, con plazas y calles para las personas, no para los negocios. Una ciudad donde no se trate de competir, sino de vivir. Pero no hay un amor mejor que otro. Dime cómo amas y te diré, quizá, quién eres.

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