Calle Larios

Un(a) sombra para El Tiriri

  • El cantaor se pasea entre las mesas de las mejores cafeterías del centro, se asoma y se muestra con la esperanza de que alguien lo reconozca l Quienes defienden que alguna vez hubo una época dorada tienen aquí sus peores efectos

HE visto a El Tiriri en varias ocasiones durante las últimas semanas. Casi siempre en las cafeterías del entorno de calle Larios, el Moka, Lepanto, el Café Central. Llevaba casi siempre la misma rebeca abrochada hasta el cuello, a veces sólo una camisa. Siempre solo. No hace mucho tiempo se dejaba ver acompañado, ahora se mueve sin nadie a su vera. Repite el mismo ritual una y otra vez. Se acerca a las mesas, donde se sirven los cafés y los pasteles, bocadillos y licores, y se queda mirando al personal. No, en realidad, no es él el que mira, sino que se deja ver. Es una actitud distinta. Se percibe al instante. Abre mucho los ojos, estira el cuello, todo lo recio que puede parecer su porte, quieto como clavado al suelo por los pies, unos segundos, aquí estoy. Una de las primeras veces me entristecí especialmente porque me parecía que iba pidiendo. Pero no, únicamente se planta y espera a que lo miren con la esperanza de que lo reconozcan. No canta, no habla, no disimula. Sólo espera. A ver si sabes quién soy, soy El Tiriri, gloria de la Málaga cantaora. La Diputación me hizo un homenaje, sólo hace dos años. He compartido escenario con los más grandes. Tuve un tablao por el que desfiló todo el mundo. Unos segundos, lo justo, luego fuera, otra mesa. Quizá alguien lo invite alguna vez a un café, sí, hombre, siéntate, pide lo que quieras. Pero yo no he tenido ocasión de verlo. Sólo a él deslizándose y mostrándose, tan callado, como si estuviera siempre detrás de un escaparate, sorteando a los camareros y sus bandejas, zumos, carajillos, sombras, cortados, nubes, batidos, pitufos. A menudo visita los establecimientos mientras desayunan los ejecutivos de las cajas de ahorros y las empresas que tienen allí sus sedes, los especialistas de calle La Bolsa, encorbatados ellos, lustrosas ellas, la hora del recreo, discuten sobre cifras y negocios, pantalones con la raya perfecta, se pasan documentos mientras consumen sus avituallamientos a base de pequeños bocados, el café, cuidado no lo manches. Pero las familias y las parejas que ejercen su derecho al tentempié no le hacen más caso. Azúcar, sacarina. No hay un sombra para El Tiriri. Mientras dure el invierno, éste tan frío, tampoco habrá una sombra.

Le vi cantar varias veces en el Auditorio Eduardo Ocón, en el Parque, después de los fuegos que anuncian la Feria. Se calzaba sus bulerías, soltaba sus pataítas, pronunciaba loores y aleluyas a Málaga, muchas veces con bastante más pasión que los pregoneros previos desde el balcón del Ayuntamiento, se quitaba la chaqueta y se echaba a los leones. En una ocasión se puso sentimental hasta las cejas y entonó las mayores salvas para "la Virgen de la Victoria, mi hermano Chiquito y mi amigo Antonio Banderas". Desde entonces, la Virgen de la Victoria sigue donde siempre. Chiquito se pasea también por el centro, casi a diario, pero con un aire bien distinto, agarrado del brazo de su mujer, saluda con amabilidad a todo el que se le acerca, a veces visitan el bingo del Hotel Don Curro, él chaqueteado y pinturero, ella elegante y a la vez discreta, una pareja perfecta. Antonio Banderas tiene ganas de dejar Los Ángeles y mudarse a Nueva York, harto de todo lo que se cuece alrededor de Hollywood, pero los rumores que apuntan a un regreso a su tierra a medio plazo no cesan. Posiblemente, El Tiriri, algunos dicen que lo derrochó todo, que no supo ahorrar, se sentiría feliz. Antonio sí lo reconocería, y cómo no se iba a tomar un café en Lepanto. Pero, en realidad, me resulta difícil, imposible, penetrar en las emociones de este hombre, endurecido, negro como un mueble de casa antigua. Sus ojos pequeños son un muro detrás del escaparate. Ahora lo entiendo, lo ha levantado para protegerse. Para que los recuerdos no le hagan daño. Que le recuerden los otros, los que piden sus sombras. Como los lobos viejos, ha aprendido a preferir la soledad.

Nunca ha habido una época dorada en esta ciudad. Quienes daban las palmaditas en la espalda a los aspirantes a algo eran los mismos de hoy, los mismos señoritos, los mismos que gustan de contratar los servicios de un limpia que les deje los zapatos radiantes en plena Plaza de la Constitución, justo al ladito de la fuente. En eso consistió la Málaga cantaora, pero qué bien entonas desgraciado, te voy a contratar para que les cantes a unas amigas. Quienes no quisieron o no tuvieron la oportunidad de convertirse en personas distintas ni la puñetera suerte de que un productor de televisión se les cruzara aquella noche lo están pagando caro. Para quienes han vivido de ilusiones, el tiempo termina transformándose en un perro de tres patas. Y nunca perdona. El Tiriri es un extranjero. Málaga era mentira.

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