calle larios

Las sospechas de la diferencia

  • lEn tiempos contrarreformistas, la velocidad de los prejuicios es directamente proporcional a la de la opinión

  • Las personas, en consecuencia, valen mucho menos que las consignas

Ocurrió ayer mismo, bajo el espléndido sol de mediodía. El centro de Málaga disfrutaba del sábado a tope, con todos los pardillos acreditados del Festival de Cine luciendo antebrazo bajo la camisa arremangada, familias enteras a la caza de famosillos, guiris alucinados con el clima e incondicionales de la cervecita de postín. Me planté en la calle Alcazabilla con Manuela y con Irene y resultaba difícil resistirse a la algarabía de cantautores, patinadores, niños gritones y suministradores de las más diversas artesanías y bisuterías: he aquí, ahora sí, la primavera por derecho, apenas unos días antes de lo que indica el calendario al respecto, no importa, hay árboles, flores, insectos, zumbidos y ese polvillo del sol, como diría Jacques Prévert, que insufla suficiente combustible al ánimo hasta octubre. El entorno del Teatro Romano estaba colapsado de visitantes que admiraban las hechuras del recinto bajo la Alcazaba; algunos se atrevían a internarse en sus adentros, pero otros muchos optaban por mantener la panorámica. Dimos un vistazo y encontramos un hueco en el poyo que hay justo al lado del centro de interpretación, habitualmente atestado de personal que decide sentarse allí a descansar. Irene venía ya un tanto fatigada de la caminata, así que decidimos aprovecharlo. Me resultó extraño que quedase aquel espacio libre dada la cantidad de gente que se amontonaba frente al viejo teatro, y entonces caí en la cuenta de que junto al mismo, en un extremo del banco, había sentadas dos chicas tocadas con el hiyab islámico. Es decir, el hueco se abría entre estas jóvenes, seguramente recién llegadas, que habían parado a descansar con sus maletas, y el resto de oteadores del Teatro Romano. Uno puede resultar mal pensado, pero con toda la gente que había allí de pie, de lo más variopinta en cuanto a edades y procedencias (ninguno parecía pertenecer a la tribu local, aunque sí que eran lo suficientemente rubios o pelirrojos como para delatarse como europeos del Norte), había que ser muy estúpido para no darse cuenta de que si quedaba libre aquel hueco era porque nadie quería sentarse junto a estas turistas, que no debían tener mucho más de veinte años. La cuestión es que nos sentamos allí y ellas, amablemente, se arrimaron aún más al extremo del poyo para garantizar nuestra comodidad. Correspondimos con una sonrisa en trío, que siempre funciona mejor que en solitario, y nos dejamos calentar de lo lindo por el Astro Rey mientras barruntábamos dónde íbamos a buscar un refrigerio. Por lo que daban a entender sus rasgos y sus atuendos, las chicas debían ser jordanas o saudíes y de un par de esquinas más allá de la clase media. Apenas nos sentamos, una de ellas sacó unos caramelos Werther's y nos ofreció, primero a Irene, luego a Manuela y a mí. Aceptamos y esta vez eran ellas las que sonreían como agentes comerciales del PTV. Poco después se marcharon y se despidieron amistosamente.

Todo esto parecerá, y seguramente será, una tontería. Es posible que aquellos guiris que resistían en pie bajo el sol (así como todos los demás transeúntes que poblaban la calle) renunciaran a sentarse junto a aquellas jóvenes porque llevaban hiyab. Y es posible que ellas correspondieran con un gesto amable, mínimo e intrascendente, a quienes habían decidido sentarse junto a ellas precisamente porque antes habían percibido cierta hostilidad. Pero con mayor probabilidad lo que sucedió signifique nada en realidad. Sin embargo, no dejo de pensar desde ayer en el modo en que los prejuicios que alimentan la clase política por un lado y la velocidad de la información (llamémoslo así) por otro, con mensajes propagados en tal aluvión que resultan imposibles de digerir e interpretar, condicionan las relaciones personales hasta niveles, cuanto menos, delicados. Podemos debatir (en ello estamos, y lo que nos queda) todo lo que queramos sobre la idoneidad de llevar el velo islámico o de no llevarlo, sobre la condición impuesta y contraria a los derechos de la mujer que atañe a la prenda y sobre el derecho de las mujeres a llevarla, sobre la injusticia que implica su aceptación y la que implica su prohibición. El problema es que tanto debate, tanta normativa a su favor y tanta a su contra, pero, más aún, tanto opinador suelto, hacen olvidar que la cuestión no es el hiyab, sino la persona que lo lleva. Y que cuando alguien mira a una mujer con hiyabúnicamente ve el hiyab, no a una chica que te va a responder con un gesto amable si le sonríes y hasta te va a ofrecer un caramelo. En tiempos tan obstinadamente contrarreformistas como los presentes, en los que las fronteras tienen un éxito que ni los más pesimistas se atrevían a vaticinar hace dos siglos, la diferencia es motivo de sospecha y la persona no vale ni la mitad de las consignas. Adivinen quién gana y quién pierde en esta historia.

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