El lanzador de cuchillos

#Cayetanojódete

Para regodearse con la cogida de un hombre joven al que un toro ha reventado por dentro hay que ser, además, una mala bestia

Decía Chesterton que cuando el hombre deja de creer en Dios acaba creyendo en cualquier cosa. El animalismo es un fundamentalismo religioso que, con el pretexto de asimilar las especies animales a la condición humana, no pretende en el fondo sino rebajar al hombre al nivel de las bestias. Pero por mucho que la secta animalista sostenga la igualdad entre el hombre y los animales, obviando que fue aquél quien puso nombre a estos, como nos recuerdan Bob Dylan y el Génesis, nadie ha mostrado al mundo el hallazgo de un elefante liberal, un tejón dramaturgo o una zarigüeya monja, con la excepción conocida de sor Lucía Caram.

La fiesta de los toros no es más que el banco de pruebas de situaciones sociales que se debatirán en un futuro cercano y que tienen que ver con la negación de la superioridad intelectual y moral del animal humano, es decir, con la refutación mostrenca de la teoría darwinista de la evolución de las especies.

Es curioso que los animalistas, abriéndose paso a empujones como pitbulls descerebrados, realizan actos o proponen medidas que van en contra de la causa que dicen defender. Así, asegurando actuar en defensa de los toros, confiesan que prefieren la desaparición de esta variedad biológica con tal de que las corridas sean abolidas, lo que se antoja una atrocidad similar a la que pretendiera eliminar la pobreza exterminando a los pobres. Son seres pusilánimes incapaces de entender que el toro, como escribió el matador Santi Ortiz, "es un combatiente, un guerrero portador de muerte que sale al ruedo a vender cara su vida, jamás un ser digno de lástima". Quizá sea mucho pedir a quienes han crecido con un póster de Simba encima de la cama y rodeados de regordetes y simpáticos hipopótamos diseñados por la factoría Disney, madre espiritual del "animal friendly".

Para ser animalista no es necesario ser tonto, pero un grado apreciable de déficit intelectual ayuda a metabolizar más rápidamente un argumentario impropio de adultos emocionalmente equilibrados. Por decirlo de otra manera, es más fácil romper a llorar histéricamente ante la casa de los dueños de Excálibur o gimotear delante de un camión de corderos si es usted gilipollas. Para regodearse con la cogida desgraciada de un hombre joven al que un toro ha reventado por dentro hay que ser, además, una mala bestia.

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