Lo del fin de semana pasado nos ha hecho pensar. Un alcalde que sale de permiso. Lo del día de San Fermín mucho más. Encierros de toros bravos que juegan con personas de carne y hueso. Muchas torres de Babel sin explicación y muchos lavados de cerebro. A nuestra edad, estamos curados de espanto. Más de un alcaide, o alcaidesa, en problemas, gestionando cuentas municipales, son el mejor ejemplo de la desdichada suerte de muchos. Más aún, cuando observamos atónitos muestras indiferentes de tratas de blancas y sobrecogimientos, por lo de las monedas y los sobres atrapados entre los dedos de manos sucias. La causa es indescifrable. Las consecuencias saltan a la vista. Porque estamos en lengua de medio país, porque tenemos el sambenito que tenemos y porque se nos mira con los ojos de todos aquellos que quieren ver noticiones de una ciudad peculiar donde las haya y que ya no es lo que fué.

Menos mal, que no estamos hablando de grandes faraones, ni de princesas de cuento de hadas, pues, en cualquier momento habrían dado muestras de grandeza, y a imagen y semejanza de las grandes urbes, se atreverían a construir algún que otro monumento emblemático que fuese oteado por los turistas a varios kilómetros de distancia de la plaza del Arenal. Desde el poblado de Doña Blanca, o desde la loma del Cuervo. Ni la torres gemelas, ni las Kio, ni la torre de Caixaforum de la Cartuja sevillana, que han cambiado la fisonomía de su ciudad. En Jerez falta un totem revolucionario que nos identifique, más allá del Tío Pepe clásico. Sería el rascacielo más alto de toda la península y sería el mejor estandarte publicitario para una nueva ciudad majestuosa para que las habladurías tuvieran base y, nunca mejor dicho, para que los alcaldes y alcaidesas tuvieran reconocimiento. Se aceptan pliegos. Un poner.

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