Arte

Adaptemos el guión

  • Simón Zabell presenta en su exposición del CAC una profunda reflexión sobre la fenomenología del hecho artístico a partir de la definición del espectador como tal

Simón Zabell ha convertido en una suerte de sala de cine el espacio que acoge su última propuesta. Así lo demuestran la penumbra, los lienzos puntualmente iluminados asemejando la pantalla, la alusión pictórica a las butacas entre las que encontraríamos acomodo, el guiño al cinemascope, los distintos planos cinematográficos que representan sus pinturas o los títulos de créditos que dan por concluida la experiencia.

Si en anteriores proyectos como La Jalousie (2006) o La casa de Hong Kong (2007-08), Zabell practicaba un encuentro entre visualidad y escritura (o pintura y literatura), tomando como fundamento y excusa la narración y la descripción paroxística de los libros homónimos de Alain Robbe-Grillet, en REMA subyace un intento por examinar las relaciones entre la imagen plástica y las imágenes en movimiento tanto como con la narración visual propias del cine. Aquí, por tanto, también se sustituye la experiencia de la lectura -de visualizar y escuchar lo leído o de un viaje de la palabra a la imagen- por la experiencia de asistir al cine y a lo cinematográfico -de un viaje del movimiento y el sonido a las abstracciones intelectuales representadas por sus pinturas-.

REMA participa en la profunda y compleja estrategia artística que viene desarrollando el artista malagueño y que, singularizándolo, lo hace destacar como un sólido autor que aborda desde diversas disciplinas (principalmente la pintura y el ambiente) la fenomenología y la percepción del hecho artístico, así como los mecanismos y resortes mentales que ponen en marcha la obra de arte en el espectador. Esa correspondencia que observamos en REMA respecto a sus series anteriores serían: lo escópico que refuerza y hace aún más evidente el carácter de espectador que desarrollamos (Zabell nos señala explícitamente como espectadores y como tales nos sumergimos en la sala y en el discurrir de los planos) y la definición clara de lo que ha de ser aprehendido sensorialmente (la obra); la experiencia sinestésica de la percepción de la obra de arte; así como el espacio de encuentro entre disciplinas mediante sus códigos de representación.

Para esta ocasión, Zabell ha configurado un universo de pictogramas que ocupan doce lienzos de distintos tamaños. Los pictogramas son signos sintéticos de rápida percepción que conforman un sistema de comunicación visual que, como ocurre con la señalética de espacios públicos y de tránsito, cumplen la función de guiar y simbolizar. Aquí sustituyen o desplazan a imágenes formalmente más complejas en detalles (realistas o veristas), ya que estos pictogramas no dejan de ser esquematizaciones o abstracciones basadas en formas geométricas que, nunca mejor dicho, simple y esquemáticamente presentan en lugar de describir retóricamente. No en vano, un plano congelado, como unidad básica del lenguaje cinematográfico, sólo conseguiría presentar. Zabell parece parafrasear el lenguaje fílmico a través de los diferentes tamaños y alternancia de los lienzos, lo que pudiera ser un trasunto del ritmo de montaje, del tiempo o de la secuencia. De este modo, el artista desarrolla en sus pinturas una serie de planos y escenas habituales como el plano de situación, el medio, el primer plano, al igual que imágenes y temas codificados y capitales en el cine, como podrían ser el beso o los planos tomados frontalmente en los coches en marcha mientras los personajes mantienen una conversación. Con estos recursos Zabell obtiene unos arquetipos (el encuentro de los protagonistas, el beso, el diálogo o la soledad), fragmentos inconexos y descontextualizados de una o más películas y que, mediante el cinematográfico efecto Kulechov (yuxtaposición de planos que pueden originar sin necesidad de la lógica ni de la continuidad temporal y espacial una narración en el espectador) permiten que elaboremos nuestra historia, que, por así decirlo, adaptemos el guión propuesto por el artista.

Varias cuestiones se desprenden de este particular. Destacamos la eclosión de un espectador activo e implicado que elude lo contemplativo y que opera con los signos que le ofrece el artista. Signos como indicios, es decir, imágenes reducidas, simplificadas, consideradas en su pura esencia y que, paradójicamente, refuerzan la carga narrativa al comprender que componen una secuencia. El espectador, en primer lugar, observa y percibe para, con posterioridad, recrear, evocar y dar sentido cinético y narrativo a todos los planos de ese esqueleto-guión. Ello nos hace recordar tanto la dialéctica bergsoniana del espacio percibido y concebido como la facultad que señaló el filósofo de que el cerebro tradujera los recuerdos en movimientos. A Zabell le debemos que, una vez depurado y abstraído lo cinematográfico, lo ofrezca para recomponerlo.

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