Cultura

Ángeles y demonios

  • El conocido crítico asturiano Fernando Fraga repasa la historia de la ópera a través del arte y la vida de quienes encarnaron y desataron sus más extremas pasiones, las sopranos

simplemente divas. el arte operístico de isabel de médici a maria callas

Fernando Fraga. Fórcola. Madrid, 2015. 284 páginas. 23,50 euros.

El prólogo de este libro señala con propiedad lo que será su contenido. Fernando Fraga trata de encontrar una definición para el concepto de diva, pero se pierde entre ideas y referencias que han ido evolucionando con el tiempo sin acabar de hallar una síntesis que sea aplicable de forma universal al fenómeno. Su preámbulo termina con una cita de Maurice Strakosch, un empresario moravo amigo de Rossini, que parece ofrecer una pista consistente: "La cantante que quiera convertirse en diva ha de poseer una voz maravillosa, un gran talento dramático y una fascinante belleza", lo cual parece casi obvio, pero el contenido del libro la desmiente.

Strakosch se inspiraba en su cuñada, la madrileña Adelina Patti, cuya carrera impulsó. Y la Patti, que para Verdi era la "primadonna más completa", cumplía no sólo con las cualidades de tener voz bella (Fraga la coloca entre las cuatro grandes del siglo XIX: las otras tres serían Malibrán, Viardot y Pasta), talento dramático y belleza física, sino también esas otras condiciones que con frecuencia se asocian al divismo: vida sentimental agitada (tres matrimonios e incontables amantes), relaciones exclusivistas con la alta sociedad (podía ser también amiga de otros artistas, pero con la condición de que fueran famosos), carácter caprichoso y una existencia llena de ostentación y de lujos, que terminó entre sesiones de espiritismo en un castillo galés.

Sin embargo, no todas las divas tuvieron voces tan maravillosas, fueron grandes actrices o deslumbraron por su físico. Pauline Viardot por ejemplo se sabía fea; Catharina Cavalieri, que fue protegida por Salieri y acaso su amante, fue descrita como "tuerta y torpe"; Marianna Barbieri-Nini se avergonzaba de su aspecto; Luisa Tetrazzini era poco agraciada y vulgar, pero accesible y simpática… Las extravagancias eran desde luego habituales y las supersticiones frecuentes: Patti podría haber invitado a sus sesiones paranormales a Emmy Destinn, una de las musas de Puccini, que en el castillo de Praga donde pasó la Gran Guerra reservó una habitación para el fantasma, o la misma Tetrazzini, que habiendo reunido una fortuna fabulosa murió en la pobreza arruinada por sus dispendios, las demandas de sus esposos y los timos de médiums y espiritistas.

Los escándalos sexuales no eran infrecuentes entre las divas: Mlle. de Maupin fue famosa por sus affaires lésbicos en la Francia de Luis XIV, una wagneriana de armas tomar como Wilhelmine Schröder-Devrient dejó unas Memorias puramente pornográficas (aún se discute la autenticidad del libro), Caterina Gabrielli llevó una vida tan licenciosa que fue obligada a un retiro místico, que cumplió en una casa casualmente cercana a la de su amante, para más señas, un castrato llamado Giacomo Verollo. Los matrimonios múltiples (incluso con algún caso de bigamia, como el de Giulia Grisi) y los amantes compartidos estaban a la orden del día: el triángulo entre Pauline Viardot, su esposo y Turguéniev era conocido y consentido; Rossini compartió un tiempo a la que luego sería su mujer, Isabel Colbran, con el empresario Barbaja. Que esas relaciones tuvieran como objeto a miembros de la aristocracia y aun de la realeza era lo corriente: la valenciana Elena Sanz fue amiga íntima de Alfonso XII, Nellie Melba del duque de Orléans, pero la palma tal vez se la lleve Giuseppina Grassini, que fue amante de Napoleón, del duque de Essex y del duque de Wellington, al parecer, no a la vez. Pero hubo grandes divas que llevaron una vida personal discreta e irreprochable, como la gran Giuditta Pasta, Rosina Penco, la primera en ser llamada Divina, de la que no se conocen ni maridos ni amantes ni hijos, o Mary Garden, que incluso alardeaba de no haberse enamorado nunca.

Los dispendios y caprichos fueron siempre corrientes: Emma Calvé se desplazaba en tren privado y Hariclea Darclée firmaba sus cartas rodeando su nombre con una orla dorada, a la manera de una reina. Pero también hubo divas humildes, como Giuseppina Strepponi, la segunda mujer de Verdi, que no quiso flores ni discursos para su funeral, o Lotte Lehmann, la mujer que rechazó un castillo de los jerarcas nazis y se exilió a Estados Unidos después del Anschluss.

Entre detalles de obras, compositores, teatros, públicos, estilos interpretativos, retratos vocales y anécdotas, Fernando Fraga hace con este libro una auténtica historia de la ópera, contada con estilo suelto y eficaz desde un prisma muy particular, el de estas mujeres que, desde los oscuros tiempos tardorrenacentistas a la explosión del fenómeno Callas y sus inmediatas consecuentes, han dominado las escenas líricas con su personalidad artística, tan inclasificable como la que un crítico americano atribuyó a Mary Garden, la primera Mélisande de Debussy: "¿Es un cóndor, un águila, un pavo real, un ruiseñor, una pantera, una mujer mundana o una sirena?". Olvidémonos por un momento del difuso concepto de diva. Son simplemente sopranos (sí, hasta las contraltos y los castrati). Que negocien ellas.

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