Cultura

Antes de Bergman

  • Cameo recupera, dentro de una cuidada edición, 'Las mejores intenciones' en su formato original de serie para TV

Mucho antes de que lo hiciera el inquieto Apichatpong en Syndromes and a Century (2006), ya Bergman había recurrido al cine para reconstruir el antecedente fundamental de cualquier existencia, el encuentro de los dos adultos que terminarían engendrándolo. A cada talento y a cada época su estilo, y si el tailandés construiría en el nuevo milenio uno de sus dípticos plenos de rimas, ritmos y fugas, Bergman, donando el material a Bille August, hurgó en el off de su biografía -relato que más tarde sería variado y decantado por Liv Ullmann en dos extraordinarias películas: Encuentros privados (1996) e Infiel (2000)- desde unas palabras, las del guión, las que describen ambientes e intercambian los personajes, que reclamaban al cine en tanto ceremonial revitalizador de significados y dimensiones de sentido y, al mismo tiempo, como aparato más allá de lo icónico y narrativo donde la realidad se muestra diciendo lo que el lenguaje no puede alcanzar. Es decir: la palabra como intercambio, como arma arrojadiza, como táctica de elocuencia; pero también como índice del fracaso de todos estos ensayos comunicativos, ahí donde los rostros hablan más que ella o simplemente contradicen lo que los labios han dejado caer.

Las mejores intenciones, que por fin se edita en su metraje original (serie de televisión de cuatro capítulos que diera luego lugar al largometraje tras un recorte de tres horas), es, entonces, mucho más de lo que parece, ese filme correcto y exquisito que suele ser alabado -desde el empequeñecimiento crítico que todo lo corta y simplifica- según su "bella fotografía" o su "insuperable casting". Lo que logra August desde el inteligente manuscrito bergmaniano es doblegar con finura el poder irrespirable de lo verosímil, de esa corriente dominante que piensa el cine como simple género literario. Y decimos con finura porque es difícil expresar qué hace de Las mejores intenciones -pues aquí no comparece la fantasmagórica radicalidad de Fanny y Alexander- un filme mejor que tantos otros con los que comparte fidelidad a contextos, paisajes y belleza representativa. Así, se trata aquí, aventuramos, de un sobresaliente atentado a la planitud a partir del significativo expresionismo de las palabras: en un contexto más realista que los de Dreyer y, por supuesto, que aquellos en los que se producen los recitados brechtianos de Straub/Huillet y otros cineastas escultóricos como Pedro Costa o el legendario Oliveira, se da cita la palabra filmada: mucho más y mucho menos, como dijimos anteriormente, que el signo lingüístico (pues es símbolo y ruido), y, sobre todo, el inefable colofón de un pensamiento del cine sonoro que recupera la complejidad de un canal casi siempre prostituido y marginado con respecto al continuo de las imágenes.

Luego, claro, están los actores. Y con ellos también ocurre lo mismo, ¿por qué están tan bien?, ¿por qué nos hacen enmudecer al traducir con su cuerpo cada matiz psicológico? La respuesta debe estar en algún sitio más allá de las indudables aptitudes de los intérpretes, y, desde luego, debe ser la misma que solucione esta pregunta: ¿por qué Pernilla August parece, en algunos planos mudos en los que no hace alarde alguno de actuación, que tiene cuarenta años y, al rato siguiente, que es una muchacha que empieza a vivir? (Ni) teatro, (ni) literatura, cine.

Director Bille August. Con Samuel Fröler, Pernilla August, Max von Sydow, Ghita Norby, Björn Kjellman. Cameo.

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