Cultura

Boceto de un genio enfermo

  • André Salmon, poeta, crítico de arte y buen amigo de Modigliani, compuso en este libro un conmovedor e íntimo retrato del gran pintor italiano en el tumultuoso París de comienzos del siglo XX

Probablemente, el mayor interés de esta biografía de André Salmon sea su falta de ambiciones. Quiero decir que Salmon, escritor y crítico de arte, fue también amigo de Amedeo Modigliani (Livorno, 1884-París, 1920), y en consecuencia no pretende una excursión reglada a las vanguardias de entreguerra, y sí una mirada conmovida y sutil a sus recuerdos. Como es obvio, esto no implica un falseamiento de cuanto Salmon rememora en estas páginas. Implica, sin embargo, una proximidad con la propia vida, un vínculo abrasivo con lo que uno fue (con la memoria de lo que uno fue), que el historiador del arte, si quiere cumplir con su función, debe orillar ineludiblemente. Es ese espacio memorístico, observado con el ojo del crítico, el que presta su destacado lugar testimonial a La apasionada vida de Modigliani. Un lugar en el que la atención a lo personal (al hombre atormentado y serio que fue Modigliani), se profundiza con el conocimiento que posee Salmon, no sólo de la batalla artística que entonces se libraba, sino del reducido mundo en el que todos ellos se desenvolvieron.

En este sentido, Salmon subraya en varias ocasiones el carácter austero, pero luminoso, de la bohemia. Establece así una distancia con aquella bohemia del Ochocientos, en la que naufragaron Nerval, Baudelaire, Verlaine y tantos otros, y con la propia leyenda trágica de la bohemia, instigada acaso por un concepto expiatorio de la excepcionalidad y el mérito. No es esa la bohemia que quiere recordar André Salmon en estas páginas, escritas cuando ese mundo (el mundo que abarca las dos primeras décadas del siglo XX) ya ha muerto para siempre. Salmon escribe entre junio del 56 y enero del 57. Lo cual implica que ha conocido ya otra conflagración mundial, así como la mutación o la extinción de las vanguardias. Pero también implica que el París de Picasso, de Modigliani, de André Derain, de Severini, de Apollinaire, de Vlaminck, de Utrillo, de Ortiz de Zárate, de Brancusi, de Max Jacob, de Fujita, de Manolo Hugué, se le aparece como una fenomenal anomalía, teñida por una vaga y electrizante dicha. En esa especie de falsa molicie, que presupone una labor sin fin, es donde Salmon ha situado a Modigliani, en los años que anteceden a su última época, y donde al infortunio personal se suma el hallazgo de un visión particular de la pintura.

También nos recordará Salmon, a ese respecto, el secreto antagonismo que Modigliani establece con Picasso. Un antagonismo que parte de la admiración artística, pero que se plantea como una nebulosa divergencia de naturaleza teórica. Digamos que este Modigliani de Salmon, áspero y reconcentrado, teme caer en la fascinación, en la infinita deglución pictórica de Picasso. Y para ello da un paso hacia el relieve; para ello da el paso hacia Brancusi. Vale decir, hacia una suerte de estatuaria en la que las figuras, sin embargo, se muestran al espectador en carne viva. Todo ese proceso, lentísimo, de larga y profunda digestión, lleno de dudas (y de alcohol, y de amores, y de pobreza), es el que detalla Salmon gracias a su doble conocimiento del crítico y el testigo. Todo esa evolución, toda esa remoción del arte de Renoir, de Van Gogh, de la generación anterior, es la que Salmon sabe narrar desde su intimidad artística, y no sólo humana.

Toda esa labor de reutilización del pasado que acometen las vanguardias, desde Ucello a los prerrafaelitas, y desde Boticcelli a Puvis de Chavannes, es la que queda reflejada aquí como cuestión viva, como dilema urgente, que modula y nutre el material pictórico de aquella hora. El hecho de que Modigliani recitara a Dante con frecuencia nos da una idea fidedigna del carácter último de la ruptura vanguardista. Una ruptura que fue continuación, que fue reforma, y en suma, que fue la reformulación, no siempre violenta, de cinco siglos de pintura. El dantesco Modigliani es un altísimo y desgraciado ejemplo de cuanto decimos. Como nos recuerda aquí André Salmon, la naturaleza infortunada y breve de su vida no oculta, sino al contrario, la temperatura y el genio de su obra.

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