Cultura

Castillos en el aire

  • Se cumplen cincuenta años de la publicación de 'Últimas tardes con Teresa' coincidiendo con la aparición de 'Esa puta tan distinguida' (Lumen)

El espejismo empieza a tomar forma, como en la comedia de William Shakespeare, en una noche de San Juan. Manolo Reyes, Pijoaparte para los amigos, oriundo de Ronda, se cuela en una fiesta de la burguesía catalana, una de esas celebraciones que solía ver de lejos y en las cuales ha aprendido a colarse hace poco. Allí se encontrará por primera vez con la saludable cabellera rubia y los azulísimos ojos azules de Teresa Serrat, aunque no se comerán a besos hasta el verano sucesivo. En la fiesta, Pijoaparte se camela a Maruja, a quien cree erróneamente otra niña bien y no es más que, como él, hija de inmigrantes andaluces, que abandonaron los secanos del Sur por los arrabales del Norte. Maruja, que alimenta el equívoco, es una ilusa. Todos lo son en esta novela.

Ella cree que el amor es suficiente y querría meter en vereda a ese ladronzuelo tan guapo, casarse con él, cargarlo de hijos y ser felices y comer perdices, tal como prometían las fábulas de antaño. Pero ni lo uno ni lo otro, ni el calorcillo de la felicidad ni el de las perdices asadas alegrará a nadie, y a Maruja aún menos, sino el descubrimiento, sonoro como un tortazo, de que "la vida no siempre es musical", escribe Juan Marsé, y siempre, siempre, siempre va en serio.

La historia es antigua: Manolo el Pijoaparte es un Quijote poco leído, y sin la dignidad del bueno de Alonso Quijano, que construye sus fantasías con materiales tan precarios como los del hidalgo manchego: películas del montón en cines de barrio cuya influencia lo hace verse a sí mismo como lo que nunca ha sido y nunca será. Manolo es malo e ingenuo -quién dice que la maldad presuponga inteligencia- y su Dulcinea no es mucho mejor. Teresa Serrat es una Madame Bovary en la Barcelona de mediados de 1950, que se alimenta con sueños revolucionarios y aprende consignas políticas en los pasillos de la Universidad como si memorizara poemas de amor. Teresa está convencida de que Manolo, que se dedica a robar motos para desguazarlas y venderlas por piezas, es un obrero honrado y comprometido con la lucha clandestina que no puede hablar de sus actividades porque el régimen tiene espías en todas partes y no hay que fiarse de nadie. Teresa necesita de las ascuas del peligro para caldear una vida regalada. El uno se entregará al otro, cegado por la ilusión, sin conocer con certeza quiénes son de verdad. Teresa quiere a Manolo para escapar de su torre de marfil; él, en cambio, la quiere a ella para mandar el suburbio al carajo.

Últimas tardes con Teresa llegó a nuestras librerías en abril de 1966, ahora se cumplen cincuenta años, y es la primera gran novela de Juan Marsé, no la última; ahí están La oscura historia de la prima Montse, Si te dicen que caí, Un día volveré, El embrujo de Shanghai, todas ellas en la Editorial Lumen (al igual que Esa puta tan distinguida, recién salida del horno, cuya lectura aguardo impaciente).

Marsé nos descubre la extraordinaria fotogenia de una Barcelona plena de contrastes, abierta al mundo, de espaldas a España, madre cariñosa y puta resentida, como todas las grandes ciudades, que inicialmente conspira para favorecer las quimeras de estos jóvenes y luego las frustra con infinita delectación y descarada desvergüenza. Marsé nos habla de una juventud que fue, que se fue, pero también de la juventud en general, esa juventud egoísta que cree que su amor es el más grande -mejor aún, que el amor nace con ella-, esa juventud proclive a levantar castillos en el aire a sabiendas de que en el aire no hay castillo que se sostenga.

Por su edad, a Manolo y Teresa acaso tendríamos que verlos como unos nuevos Romeo y Julieta separados no por unos apellidos, sino por la extracción social. Los blasones de los Montesco serían la miseria y la grisura, en tanto el escudo de armas de los Capuleto exhibiría las filigranas del fulgor y la opulencia. Su amor no tiene ningún futuro: los padres reservan la virginidad de Teresa para un varón con pedigrí, catalán de ser posible, no para un charnego que por no tener no tiene ni donde caerse muerto; la gente de la barriada, por su parte, tampoco parece dispuesta a perdonar a Manolo su pretensión de ascenso social. Lo repito: la historia de Últimas tardes con teresa, siendo sobrecogedora, es tan antigua como el mundo.

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