arte

Consigo, él mismo, él

  • Un centenar de retratos de Picasso y sus entornos realizados por 34 fotógrafos componen esta exposición en el MPM

Entre los más de 150 retratos fotográficos de Picasso y sus entornos, tanto espacios domésticos y de creación (talleres y estudios) como las relaciones familiares y sociales, realizados por 34 fotógrafos que componen esta exposición, hay una instantánea que pudiera actuar como resumen o símbolo. Nos referimos a una imagen de Lee Miller tomada en La Californie en 1956: Picasso aparece ante un espejo, el cual no sólo nos devuelve su reflejo sino todo lo que acontece tras él, incluso la presencia de la fotógrafa con la cámara disparando. Él oculta parte de su rostro detrás, precisamente, de una fotografía de su cara, más exactamente de sus ojos. Vela su rostro pero, en rigor, no lo oculta. Se da y deja ver pero bajo una máscara, aunque sea una máscara propia. Picasso parece representar a Picasso. De eso se trata al fin y al cabo, de escenificar un personaje o, a estas alturas, un verdadero mito o icono sin parangón. Asistimos, por tanto, a un juego de reflejos, un juego infinito de espejos en los que ver-a-Picasso y en los que Picasso se muestra continuamente con absoluta determinación.

Ese afán por la autorrepresentación, por la reafirmación de sí mismo, en definitiva, por la autoafirmación, es algo que no sólo encontramos en el uso interesado de la fotografía y en el temprano convencimiento que demostró acerca del poder de la imagen fotográfica y de los canales de difusión de ésta -otra cuestión que excede esta muestra es el uso que de la fotografía como herramienta para el proceso artístico hizo-. Ya en 1901, sin haber cumplido aún los veinte años, Picasso se autorretrataría varias veces en un germinal azul. No sólo asombra el gesto, la misma mirada directa, poderosa, desafiante y penetrante que encontramos en muchas de estas fotografías, sino la autoafirmación de los títulos: Yo Picasso y Yo. La misma que refleja el título de la exposición.

Picasso, desde pronto, comienza a escenificar y proyectar la figura del artista que quiere ser y, todavía más, a representar el personaje Picasso. A diferencia de otros casos, como el de Dalí -ciertamente paroxístico y delirante-, el personaje nunca fagocitó a la persona. En este conjunto de fotografías que recorre prácticamente toda su vida y algunos de los espacios más importantes, desde el lugar de nacimiento y las primeras imágenes del Picasso niño a algunas muy cercanas a su muerte, vemos cómo parece diluirse la frontera entre lo público y lo privado, cómo se hace palpable la unión arte-vida. Hemos de exceder la representación fotográfica y extrapolar esta cuestión al ámbito creativo. Picasso, sus espacios vitales, sus entornos de trabajo, sus amistades, sus parejas, sus relaciones, sus hijos o sus compromisos políticos no dejarían de aparecer en sus obras, tal y como lo hacen en estas fotografías, en ocasiones de un modo inequívoco y otras de manera ambigua y usando fluctuantes códigos de representación y, por tanto, de interpretación; en lo que a él respecta, su autorrepresentación a veces resultaba cristalina a través del autorretrato o bien enmascarada mediante algún otro-yo (arlequín, Minotauro, toro, pintor, torero, mosquetero). Y algo de eso también hay en estas imágenes fotográficas, como señalaremos más adelante.

Si Picasso apenas se ocultó en sus pinturas por qué iba a hacerlo en las fotografías que de él tomaban fotógrafos a los cuales permitía acceder al centro de su vida, o lo que es lo mismo, al centro del universo-Picasso. Ese afán por mostrarse correspondía con un afán por construir una identidad y aceptar/imponer una suerte de culto a su personalidad. Culto cuyos ejemplos últimos pueden ser el propio museo malagueño, esta muestra y, por extensión, la crítica que ahora leen ustedes. Ese incontestable dominio de lo artístico y de la difusión de su imagen propiciaría que, a partir de la mediación del siglo pasado, autores como Jackson Pollock o Andy Warhol aspirasen a medirse y equipararse con él, el primero en su consideración artística y el segundo en su consideración icónica.

La enorme trascendencia de su figura y el interés que despertaba motivarían que apareciera en reportajes con abundantes fotografías, muchas de las cuales vemos aquí, en revistas como el Vogue británico en 1944 o Life Magazine en 1940, 1950, 1968 o1969, así como lo llevan a protagonizar filmes y documentales que se acercaban a su proceso creativo, como Le mystère Picasso de Clouzot (1956), Incontrare Picasso (1953) de Hemmer, ambas se proyectan en esta muestra, o la aún más temprana Visit to Picasso (1949) de Paul Haesaerts.

La comisaria de la exposición, Kerstin Stremmel, en el texto de sala se pregunta -creo que de un modo retórico- si la figura de Picasso, del retratado, puede llegar a eclipsar a los numerosos autores de la fotografías expuestas, por lo general fotógrafos capitales de la historia de la fotografía. La respuesta es rotunda: sí, sin lugar a dudas. No vemos una fotografía de Richard Avendon, vemos a Picasso. Tal es su poder.

Igualmente se pregunta, y esta cuestión sí es más sugerente, no tan retórica y no tiene una respuesta tan contundente, si se escenificaría un clima de tensión entre el control que quería asumir Picasso sobre su propia imagen y la difusión del icono, y las muy lógicas premisas de esos grandes maestros de la fotografía que como tales querrían imponer sus sellos o dejar sus improntas.

La mayoría de las imágenes destacan por la aparente naturalidad, incluso por lo espontáneo e instantáneo, sin poses y escenificaciones aparentemente artificiosas y premeditadas. Tal vez sea Robert Doisneau el más esteticista, el menos espontáneo y el que más encorseta a Picasso. Sea como fuera, lo que parece claro es que esas fotos adquieren importancia por su naturaleza de testigos de la vida del genio malagueño y no por quien las firma. Y es que resulta abrumadora la fotogenia de Picasso, su magnetismo, la profunda mirada, la viveza de sus ojos o el valiosísimo caudal de información que contienen sus estudios.

Hay fotografías excepcionales, algunas muy conocidas, auténticos iconos del icono. Destaco una de Dora Maar fechada en 1937: Picasso, en calzoncillos, sentado con un cayado y una calavera de toro, mira al cielo quedando cegado. Es una imagen que recuerda a tantas otras que han aflorado años antes en su pintura y grabados, como la Minotauromaquia: él como Minotauro ciego que mira al cielo y que necesita de un apoyo o un bastón, además de una guía que en su pintura era una niña, para poder caminar. He ahí uno de esos juegos de reflejos: Picasso escenifica o representa en la fotografía un personaje que ya apareció en su obra plástica. En otras muchas, Picasso se muestra indómito y ajeno a cualquier compostura. Son aquellas en las que aparece con el torso desnudo y en calzoncillos. Alimenta la imagen de lo ibérico y de lo español, de las que no quiere desprenderse, ese Otro para la mirada francesa. Tal vez ésa sea la cuestión: ¿No es Picasso la mejor creación de Picasso?

Museo Picasso Málaga. C/ San Agustín, 8. Hasta el 10 de junio.

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