Cultura

Cuerpos idos, corazones presentes

Teatro Cánovas. Fecha: 4 de diciembre. Compañía: Histrión Teatro. Dirección y texto: Daniel Veronese. Reparto: Gema Matarranz, Paco Inestrosa, Enrique Torres, Manuel Salas y Elena de Clara. Aforo: Unas 120 personas (menos de media entrada).

Acabo de ver Los corderos en el Teatro Cánovas y se me mueven dentro emociones muy diversas e incluso conflictivas. Durante la hora y pocos minutos que dura la función ha habido momentos que me han parecido irresistiblemente atractivos y otros que han producido en mí un malestar cercano al rechazo. Siempre, en cada momento, no obstante, he tenido la sensación de estar viendo una buena obra de teatro. El trabajo de los actores es muy valioso, muy inmediato y espontáneo pero a la vez muy depurado, y Los corderos es, esencialmente una obra de actores. Más allá de esto, lo confieso, me cuesta establecer aquí un criterio objetivo. Así que directamente no lo haré. Lo único que hecho en falta es que en el Cánovas no haya podido respetarse la voluntad de Veronese, que sitúa en el montaje al público, o al menos a parte del mismo, alrededor de la habitación en la que transcurre la acción. Y es una pena porque la óptica del espectador no es aquí circunstancial, sino decisiva. Creo con firmeza que si mi posición no hubiera sido tanto de testigo externo, en la distancia, sino de participante cómplice, arrimado a los personajes, mi impresión, aunque no mi valoración, habría sido muy distinta. De cualquier forma, Los corderos, que Veronese escribió en 1992 y que no se había subido a escena, al menos con el interés decidido que requiere una producción teatral, hasta ahora, es una obra muy difícil. Y las respuestas del público son, en consecuencia, imprevisibles. Todavía me pregunto la razón de ciertas carcajadas que han sonado en la función, incluidas las de una señora sentada detrás de mí, que no ha parado de reír en toda la representación. Por mucho que quieran convencerme de que se trata de una comedia (no hace falta: es una comedia), también lo es que el sabor que deja en la boca es parecido al de un bosque arrasado. Al menos en la mía. En mi boca mando yo.

Los corderos presenta a cinco personajes que sólo pueden relacionarse mediante la violencia. A lo largo de esa hora y pocos minutos se suceden secuestros, golpes, torturas, violaciones, abusos de menores, ajusticiamientos, insultos y amenazas. Ni uno solo de los gestos que los personajes emplean para dirigirse al resto (siempre se dirigen al resto: no hay individualidad escénica alguna, ni parlamentos ni monólogos) está exento de la intención de hacer daño. La presencia / ausencia de una niña de origen confuso sirve de motivo para que una pareja rota, un pretendido amigo y un vecino fisgón se ensarten a puñetazos, verbales y físicos. Pero no hay desencadenante alguno: la violencia existe como Dios, se justifica por sí misma. Y el panorama que ofrece es desolador al revelar que las relaciones humanas no pueden ser de otra forma: sólo es posible acercarse al otro pellizcándole, humillándole, cebándose contra él. Igual que los animales. Difícilmente podría haberse escrito una obra como Los corderos fuera de Argentina, un país que ha dado lecciones ejemplares al respecto sin necesidad de teatro. Es de agradecer a los de Histrión que se hayan atrevido a practicarlo aquí. Bravo especialmente por la soberbia Gema Matarranz. El final duele aún más.

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