En España el mérito no se premia. Se premia el robar y el ser sinvergüenza. En España se premia todo lo malo. Se me caen las comillas al resaltar estas tres primeras frases, porque además de ser un extracto de Luces de Bohemia son sentencias tan verdaderas y oportunas que duelen como punzones. Porque si algo consigue esta propuesta de Alfonso Zurro es, precisamente, traernos a ese Valle-Inclán que hiere con su crítica social tragicómica, con imágenes tan decadentes y actuales que dejan cicatriz. Zurro nos lleva de la mano al callejón del Gato y nos obliga a mirarnos en ese espejo cóncavo en el que solo viendo la realidad deformada somos capaces de reconocernos.

Esa deformación grotesca cobra vida gracias a un magnífico elenco de nueve intérpretes que se dejan la piel en convertirse en talentosas caricaturas, cuyos tics y deformidades mantienen y defienden hasta las últimas consecuencias, ayudados por un pintoresco vestuario expresionista. Y aunque cuesta entrar en el tono durante las primeras escenas, en cuanto comienza el viaje de Max y Don Latino el público entra de lleno en el viacrucis de la última noche del poeta. Las acotaciones deliciosas rescatadas por el coro son claras demostraciones de amor a la obra valleinclanesca, mientras los madrileñismos, los cultismos y las expresiones barriobajeras se salpican de acertados guiños a la actualidad.

No todo es un ejercicio de distanciamiento brechtiano: la escena del encuentro entre Max y el obrero catalán es de una potencia emotiva memorable. Un momento de parada y reflexión desde la impotencia, que contrasta con el resto de la pieza, de ritmo incansable, potenciado por un juego de escenografía modular que se convierte, gracias a la magia de la convención, en todas las paradas del poeta ciego con su perro. Un gran esperpento que hace honor a su autor. Ojalá se contradigan esas primeras frases y se premie la pieza con algún Max, de esos que hacen honor al hiperbólico andaluz, poeta de odas y madrigales.