Crítica de Teatro

La Historia y la historia: una cuestión personal

memorias de adriano

Ciclo 'Teatros Romanos de Andalucía'. Teatro Romano de Málaga. Fecha: 2 de julio. Compañía: La Tarasca. Dirección y adaptación: Ramón Bocanegra. Reparto: Roberto Quintana, Helena Castañeda, Juan Antonio Álvarez, Cristina Almazán, Eugenio Jiménez. Música: Chiqui García. Aforo: Unas 200 personas.

Las Memorias de Adriano de Marguerite Yourcenar siguen buscando su categoría dramática más de sesenta años después de su escritura, un empeño que parece fuente inagotable de inspiración. Lo mejor de la propuesta de La Tarasca, que abrió el jueves la sección malagueña del ciclo Teatros Romanos de Andalucía, son precisamente las soluciones que ofrece un reto no precisamente sencillo. La adaptación de Ramón Bocanegra confiere al tono confesional de la obra una objetividad profundamente teatral, en virtud a una exposición de los acontecimientos que sigue los pormenores de la estructura clásica. Al mismo tiempo, el recurso de una Marguerite Yourcenar narradora presente en escena, que ejerce cierto mester de juglaría mientras dialoga con sus criaturas, resulta graciosamente contemporáneo, si bien a veces parece jugar en contra por cuanto resta claridad y limpieza. De cualquier forma, las Memorias de Adriano de La Tarasca hacen honor al original, respetan la abrumadora construcción del personaje y es lo suficientemente teatral como para ir más allá de la mera lectura escénica: la literatura está donde tiene que estar (preferiblemente en la memoria del espectador), pero nada hay aquí de homenaje al libro ni de mejunjes intelectuales. Lo que no es poco.

El gran Roberto Quintana se lleva a Adriano a su orilla, como corresponde, y presenta a un emperador singular, cuya fragilidad parece en ciertos momentos más propia del pobre Claudio. Algunos echamos de menos una barba más tupida y bizantina, pero daremos por buena la que le adorna. Es cierto que el personaje responde al lugar común de la reflexión y la meditación, pero queda subrayada, ante todo, su disposición a comprender (tanto en el sentido de descifrar como en el de abarcar) la Historia y la historia (la universal y la particular) en su totalidad, con sus luces y sus sombras, por más que ambas estén atravesadas por el dolor. Este perfil humanista encaja como un guante en el registro económico y eficaz de Quintana, al que se le perdona de sobra la puñetera "voluptuosidad"; no habría estado mal, sin embargo, aun sin salir del espectro contemplativo, una entrada en juego de más registros para apuntar algo de complejidad a un Adriano que se ofrece demasiado entero y marmóreo. Un mínimo gesto de complicidad habría bastado para manifestar la humanidad que la Yourcenar se empeña en extraer a su lado con determinación arqueológica.

El montaje evoluciona de menos a más y gana enteros, precisamente, cuando pone sobre la mesa más teatro y menos literatura. La escenografía cumple su función evocadora, y la música en directo añade argumentos propios altamente significativos (aunque sobran algunos elementos enlatados), así como los pasajes coreográficos; pero es en la percepción simbólica donde estas Memorias de Adriano son más felices, como en el episodio de la muerte de Antínoo, representada como si de un juego se tratase y lanzada, de nuevo, a la memoria personal (tal y como quería Cicerón) a través de la máscara. Notable envite, en fin, para un clásico tan necesario.

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