Puede que Dámaso Ruano sea el único de los pintores de la llamada generación del 50 que lleva insistiendo durante prácticamente toda su trayectoria en los mismos presupuestos y en el mismo lenguaje, intentando agotar todas las posibilidades que éstos le ofrecen. Por ello, Ruano vuelve a sorprendernos descubriendo y forzando nuevas coordenadas creativas que sin salirse del mapa -su mapa- nos proponen nuevos itinerarios en su inagotable evolución estilística.
Su persistente traducción plástica de la realidad en un lenguaje depurado, abstracto-geométrico y normativo, desemboca en composiciones sumamente sugestivas, poéticas y con claras evocaciones paisajísticas. Ese trabajo en pos de la depuración, de la composición en función a lo concreto (geometría, orden, línea o color plano) se enriquece con un cúmulo de referencias sensoriales como el tratamiento lumínico, la importancia de las texturas o el empleo de transparencias y veladuras que provocan que viajemos de la incidencia figurativa mínima -en ocasiones inexistente- hacia la sensación de paisajismo definido no por imágenes reconocibles visualmente, sino por sensaciones atmosféricas (reverberaciones lumínicas, reflejos, apariencia brumosa o crepuscular). Aquí radica uno de los principales rasgos de Ruano, cómo lo frío racional se sensibiliza, cómo lo objetivo se subjetiviza. Malevich siempre aspiró a que lo no-referencial produjese sensaciones y sentimientos.
Este Ruano del siglo XXI es más suelto, matérico, pictórico, gestual y textural al tiempo que menos normativo, solemne y monumental. Más cercano y menos aséptico. Es un Ruano que se reinventa proponiendo la búsqueda de la profundidad y cierta valoración volumétrica colocando sus otrora espacios frontales en diagonal y retranqueando unos volúmenes frente a otros.
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