Crítica de teatro

Invitación al monstruo interior

Elena de Cara.

Elena de Cara. / nicko baills

La posibilidad de ver a Elena de Cara en un monólogo se esperaba como la de probar un Vega Sicilia de las mejores añadas. Y La segunda mujer ha brindado esta oportunidad, de la mano de la propia actriz como productora. El texto de Samuel Pinazo, complejo y a la vez directo, armado como un laberinto resuelto a base de espejos, indaga de manera harto inteligente en la concreción reservada al yo en la contemporaneidad y acude al teatro, así como a la propia interpretación, como símbolos de esta contingencia. De hecho, De Cara juega a dar vida a dos personajes que a su vez juegan, tal vez, a ser uno solo, o a ser acaso reflejos mutuos en busca de una sinceridad posible. Hay en la obra un poso de advertencia, incluso, respecto a la renuncia de toda una generación a ser observada neutral, aséptica y positivamente: los mecanismos de análisis ajenos han sido convenientemente apartados y, en su lugar, dispositivos como las redes sociales (que no comparecen en la obra pero cuya evocación no queda del todo lejos) alimentan un ego que aquí se define directamente como monstruosidad. Hablamos por tanto de un teatro de ideas, necesario y urgente, en el que quizá pesa un tanto la determinación a la hora de mover areflexión al espectador: las rupturas del discurso se agradecen como bocanadas de oxígeno (genial el episodio de los ojos rodantes) con la evidencia de que con un mínimo refuerzo lúdico La segunda mujer habría salido ganando todavía más, lo que no tiene ya tanto que ver con el texto sino más bien con la dirección.

Pero el trabajo de De Cara es descomunal, rico en matices, muy de agradecer en una obra de este calibre, en la que la actriz se juega la piel, el corazón y la cabeza sin miedo a la hora de saltar al precipicio. La iluminación participa como un personaje más en fecundo diálogo, si bien las proyecciones habrían agradecido una pantalla. Queremos más. Mucho más.

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