Cultura

José Sazatornil: mutis de uno de los últimos reyes de la comedia

  • Fallece a los 89 años el actor de 'La escopeta nacional', un intérprete que trabajó con Berlanga y otros directores de prestigio, pero en cuya larga filmografía abundaron las películas populares.

José Sazatornil Saza, que murió este jueves a los 89 años, pisó por primera vez un escenario cuando tenía 13, en 1938, alternando las tablas con los estudios y el comercio familiar. Ocho años más tarde ya formaba parte de la compañía del veterano Teatro Victoria de Barcelona para después ingresar en la de Paco Martínez Soria como galán cómico. De allí pasó al madrileño Coliseo Benavente y a la compañía de revista de Maruja Tomás y Carlos Garriga. En 1952 tuvo su primer éxito teatral en el Paralelo barcelonés con ¡Vaya noche!. En 1957 creó su propia compañía teatral. Siempre mantuvo su fidelidad a los escenarios que no abandonó -como actor o empresario de comedia y revista- hasta 2002: 64 años de oficio en los que sus éxitos mayores fueron Filomena Marturrano, La venganza de Don Mendo, Los intereses creados, Los habitantes de la casa deshabitada, Un loco hace ciento, Pecados conyugales, Las que tienen que servir o las comedias musicales El violinista en el tejado y Golfus de Roma

Desde sus inicios en el cine en 1953 de la mano de Javier Setó hasta que en 1975 y 1976 José Luis García Sánchez lo llamó para El love feroz y Colorín colorado, y en 1978 Berlanga le dio el papel de su vida en La escopeta nacional, sólo había interpretado una película de las que interesan a los críticos y pasan a las historias oficiales del cine: El verdugo (1963). Todo lo demás era la despreciada y nunca estudiada comedia popular española adaptada a lo que los tiempos y los públicos exigían: desde las de Ignacio F. Iquino (Good Bye, Sevilla, El golfo que vio una estrella, La pecadora), que fue quien de verdad lo convirtió en actor de cine, y las de su maestro teatral Paco Martínez Soria (El difunto es un vivo, La ciudad no es para mí, ¿Qué hacemos con los hijos?), hasta las del destape (La vil seducción, Verano 70, Las correrías del vizconde Arnau, Último tango en Madrid, La zorrita en bikini, Cuentos de las sábanas blancas), pasando por las bienintencionadamente sentimentales (Un millón en la basura), las comedias musicales de Marisol (Solos los dos, Carola de día, Carola de noche), de Rocío Durcal (Amor en el aire, Las leandras, La novicia rebelde), Peret (El mesón del gitano, Amor a todo gas, Si fulano fuese mengano, A mí las mujeres ni fu ni fa), Manolo Escobar (Juicio de faldas, Me has hecho perder el juicio, Préstamela esta noche) o Lola Flores (Una señora estupenda); y sobre todo las del optimismo desarrollista (Las que tienen que servir, Los que tocan el piano, Las secretarias, Una vez al año ser hippy no hace daño, El astronauta, Le llamaban la Madrina). 

Tras la interpretación de Jaume Canivell y sus porteros automáticos en La escopeta nacional, Sazatornil trabajó en otros títulos de prestigio -La colmena de Camus en la que interpretó al inolvidable Tesifonte Ovejero, El año de las luces de Trueba, Espérame en el cielo de Mercero, Amanece que no es poco de Cuerda en la que nos regaló al faulkeriano cabo Gutiérrez, Todos a la cárcel de Berlanga- pero el grueso de su larga filmografía siguió consistiendo en películas populares siempre pegadas al instante como Rocky Carambola, La vendedora de ropa interior, El fascista, doña Pura y el follón de la escultura, La avispita ruinasa o Playboy en paro. Y sin embargo Saza fue tan grande en las pequeñas como en las grandes películas, en las geniales como en las mediocres, en las inteligentes como en las vulgares. Nunca lo pequeño le empequeñeció, la mediocridad le hizo mediocre o la vulgaridad le hizo vulgar. Podrían ser hasta horrorosas algunas de sus películas, pero él siempre estaba bien. Esto le unía a la legión de magníficos actores y actrices con los que trabajó y hace que cada vez que hoy nos tropezamos en la tele con una de sus películas acabemos viéndola a pesar de todo lo que en su día, cuando se estrenaron, nos hizo no ir a verlas en los cines. ¿Cómo un cine tan débil dio actores tan grandes? Porque la mayor parte de ellos, como Saza, procedían del teatro y simultanearon los escenarios y los platós durante toda su carrera. 

A lo que hay que sumar otra virtud añadida: mientras el cine de autor o intelectual español ignoraba olímpicamente la realidad cotidiana, éstas casi siempre malas películas la reflejaban como un espejo. Desde los decorados y el vestuario a las tramas. Pero no es este valor sociológico que el tiempo le ha dado lo que lo hace interesante: son sus intérpretes quienes lo engrandecen. La marca del genio de Berlanga, cuando lo ejercía, era abrir los compartimentos estancos que separaban el cine comercial popular y el de autor para que el segundo se enriqueciera con la vida del primero. No al modo de Saura y de quienes prestigiaron a los cómicos como López Vázquez haciéndoles interpretar papeles trágicos -¡la dichosa cuestión de la preeminencia de la tragedia sobre la comedia!-, sino desarrollando con formas cinematográficas superiores los talentos demostrados en el género ínfimo (empleo la palabra tomándola del teatro). Con Berlanga los Pepe Isbert, Manolo Morán, López Vázquez, Cassen, Manolo Alexandre, Laly Soldevila, Mary Santpere o José Sazatornil actuaban en el mismo registro que los había hecho populares, integrándolos en personajes mejor construidos, guiones inteligentes y películas geniales. Pero sin hacerles renunciar a su pasado de cómicos para convertirlos en trágicos ni hacerles renegar de los estereotipos propios del teatro y el cine popular. Por eso el personaje más recordado de Sazatornil es el Jaume Canivell, idéntico y a la vez distinto a todos los que hasta entonces había interpretado. Quienes lo admiraban por sus comedias populares lo reconocieron en la gran película de Berlanga. 

Era un grandísimo actor, serio, muy profesional, disciplinado, modesto. Mucho más que un actor de carácter, que también lo fue. Porque su arte y su nombre atraían por ellos mismos público a las salas. Y eso es lo propio de los primeros actores. Y no se olvide que fue el público popular de teatro y cine quien reconoció y admiró su talento veinte años antes que aquellos que se tienen por inteligentes.

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