Cultura

Manifiesto incendiario y plato de los montes

  • Niño de Elche y Los Voluble lo pusieron ayer todo patas arriba en La Térmica con 'Raverdial' Inolvidable

Canta Niño de Elche: "El ravero es el hombre más despreciable". Y aquí el feliz consumidor de pastillas en el frenesí de la fiesta que no es una fiesta se parece al fiestero, comulgante de una fiesta que tampoco es una fiesta: el cateto que baila y canta y toca al compás endiablado que señala el pandero, con espejos en el sombrero y trenzas de colores en los dedos, es también una criatura en la que nadie repara, que para nadie cuenta, el último entre los últimos, excrecencia en la que la civilización no se detiene. Ocurre, sin embargo, que una vez al año, en las saturnales, el cateto, el tonto del pueblo, es agraciado con el bastón de mando del alcalde, en el viejo juego romano del intercambio de puestos. Y en virtud de esta inversión el fiestero se acrecienta, se viene arriba, ordena y manda, indica el orden en que deben suceder las cosas, incluida la música. La Raverdial que presentaron ayer en La Térmica Niño de Elche y Los Voluble, como punto final del ciclo La ciudad demudada, constituye una inversión justo en el mismo sentido: el ravero consume excitantes para salir al fin de un mundo que le es habitualmente ajeno y que le hace sentir extraño, el cateto de los montes recibe la vara de mando y se convierte en alcalde, y la Raverdial es un manifiesto político incendiario que reivindica a las personas por encima de los sistemas, que llama a las cosas por su nombre, que reclama un orden distinto porque este mundo, en manos de quienes lo sostienen, ya se ha convertido en algo insoportable. Y sí, Niño de Elche y Los Voluble se dedican durante una hora (no les hace falta más, ni menos; no hubo bises ni nada parecido; no fue un concierto, sino una convocatoria a las llamas) a dar bofetadas por todas partes, a destruir cuanto puede ser destruido, a soliviantar y descomponer con tal de alumbrar una belleza intacta que brota de estas cenizas. La Raverdial hace tabula rasa: he aquí, al fin, la oportunidad de empezar de nuevo. Lo mejor de todo es la vocación libertaria del invento, su ácrata genética, la valentía que asienta un punto desde el que re-escribirlo todo. La violencia es más que justificada. Y el mundo deseado se revela al alcance de la mano. Feroz y libre.

Pablo Peña y Los Voluble cumplen su función de DJ con sonidos e imágenes mientras Raúl Cantizano toca la guitarra flamenca con un ventilador a pilas, antes de emprenderla con efectos y platillos a todo trapo. Lo analógico y lo sintético copulan en un polvo descomunal. Mientras, Niño de Elche certifica que la era de las máquinas tenía sentido y que tal vez los replicantes guarden más alma. Al principio cumple una función de emisario: la rave delimita su territorio y todo se resuelve en un precipicio alucinado. Sin embargo, el trance, con un aforo sentado que se explaya en sus deseos de arder, conduce como un caudal imprevisto a las certidumbres del compás: y ahí, machacón, el requiebro campesino se hace fandango. La máquina, milagro, ha dado a luz a un cateto. Y Niño de Elche se vierte en bermudas por verdiales hasta romperse, prodigioso en el tono, soberbio en la hondura, viejo como la tierra a la que sabe su cante. Un interludio a tope de ácido permite al protagonista volver a bailar como temiendo el amanecer, y todas las cartas están ya boca arriba, no hay trampa ni cartón, ni escapatoria posible. Se deslizan imágenes de políticos bailando la conga (entre ellos Francisco de la Torre, alcalde de Málaga, éste sí legítimo) y advertencias razonables respecto a los muertos de Melilla. Cuidado, no sólo los verdiales entran en la olla: también El Rocío, y la Semana Santa de Sevilla, con un pregón cofrade culminado en explosión terrorista, mientras alguien se empeña en contraer la sífilis en la calle Sierpes. El ravero busca y no encuentra, y encuentra lo que no busca. Así nosotros, hipnotizados, rendidos. Al final surge el deseo de un plato de los montes. Migas completas. Empezar de nuevo.

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