Cultura

Mucha adrenalina, tanta diversión

  • Alejandro Castillo hace doblete con un diálogo extremo entre las habitaciones propias y las ajenas Ximena Carnevale baila dadá Beatriz y Violeta Niebla: la autobiografía que no fue

GUARDIÁN de los vergeles y de carácter más bien rústico, Príapo, el dios abultado, es una deidad con distintas leyendas en su haber. Conmueve especialmente aquélla en la que su madre, Afrodita, lo abandona en el monte por miedo a convertirse ambos -sobre todo él, con su enorme verga- en una suerte de freaks olímpicos. Zeus era el papá, según una versión recogida por Pierre Grimal, si bien en general su paternidad se atribuye a Dioniso. Aún relacionado estéticamente con corrientes como el bad painting o el grupo CoBrA, existe un componente dionisíaco y priápico en la obra de Alejandro Castillo (Melilla, 1992) que, incluso asumiendo tales simientes, convierten su propuesta en un exceso consciente, orgánico y exultante capaz de llevarse por delante el estatismo de la habitación, amén del paisaje más balsámico. Practicando una pintura de género que revisita con el zoom forzado al extremo, en el que los cuartos propios (Mi habitación de Melilla, 2015) dialogan con los ajenos (La casa de Ángel, 2014); generando un paisajismo con ansias de color, humor por las esquinas y no pocas referencias, dos por lo menos, al clásico escandaloso de Monet. Pero si hay que empezar por el principio, habrá que situar la propuesta de Castillo en el tiempo y el espacio, puesto que está alternando dos muestras individuales que reúnen el total de su producción, intensísima y perpetrada en tres años: my lovely forbidden rooms, en la Sala de la Facultad de Bellas Artes (Plaza de El Ejido, s/n), y Adrenalina bendita con mis pollos, en el espacio Columna JM (Duquesa de Parcent,12), forman el 2x1 que cierra la programación de la temporada en ambos espacios, donde el artista expone hasta el 1 y el 30 de julio, respectivamente. En las dos se puede apreciar un recorrido que va de escenas interiores a exteriores en los que el creador saca su arsenal en forma de tubos de pintura que convierten sus piezas en relieves chorreantes y no poco locos, como la meada perruna en forma de un arcoiris -Kokina meando, 2016- que esta semana está más bien llorando…

Una carretera perdida con coche rosa chicle que reaparece como guiño divertido en el lienzo que viene a continuación (Espacio con planta, 2015) abre la sala de Bellas Artes, que el comisario de la muestra, Carlos Miranda, ha organizado en nubes de tags, por decirlo en argot digital; solamente que la temática está aquí disuelta en la abundancia de líquidos, causa de placer, sustento o instrumento de trabajo (Mueble con cerveza derramada o Aguarrás y pinceles, ambos de 2015). El creador se explaya con un efecto de espuma a base de cantidades ingentes de pintura, o bien deja su impronta colorista extrayendo un ángulo de la habitación. Y es que son estos lugares, vedados a los no íntimos o centros neurálgicos de amor por lo prohibido -el título de esta muestra es equívoco, en este sentido-, aquellos en los que Castillo arroja señales de vivencia, en forma de cigarrillos mil o de una revista guarra, componiendo bodegones contemporáneos con lo indispensable. Eligiendo, para las series de piezas pequeñas, objetos recurrentes como la pelota de tenis, iconos digitales (Señoras bailando, 2015), cuando no captando una estampa fruto de su imaginación (Ventana con merengue, 2015). El homenaje a Eskorbuto y los collages del artista ponen la guinda punk a la exposición.

En Columna JM, la estridencia gana enteros y emparenta la obra expuesta con el art brut en paisajes donde el color transfigura palmeras imposibles en zanahorias (Paisaje en la nieve, 2016). Persevera, igualmente, en la necesidad de trocar el lienzo en casi-relieve, haciendo gala de un barroquismo naíf con buenas dosis de pulsiones erótico-festivas. Lo dicho, dionisíaco por un tubo.

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