Cultura

Sherlock desfallece, Moriarty se crece, Mycroft triunfa

EEUU, 2011, Intriga, 129 minutos. Dirección: Guy Ritchie. Guión: Kieran Mulroney, Michele Mulroney. Intérpretes: Robert Downey Jr., Jude Law, Noomi Rapace, Stephen Fry, Rachel McAdams, Jared Harris. Música: Hans Zimmer. Fotografía: Philippe Rousselot. Cines: Vialia, Plaza Mayor, Málaga Nostrum, Rincón de la Victoria, El Ingenio, La Verónica, Alfil, Miramar, Plaza del Mar, Gran Marbella, La Cañada, Ronda.

Desde que nació hace justo 125 años, las cuatro novelas y 56 relatos protagonizados por Sherlock Holmes no han dejado de reeditarse ni de ser llevados al teatro, primero, a la radio, después y al cine y la televisión finalmente. Antes de la muerte de Conan Doyle en 1930 se habían rodado ya más de medio centenar de películas sobre el detective de Baker Street, siendo la primera la dirigida por Arthur Marvin en 1900 para la American Mutoscope and Biograph Company, probablemente basada en el éxito de la adaptación teatral a cargo de Willian Gillette -el mejor Holmes escénico- que había triunfado en Broadway un año antes.

112 años después Holmes sigue llenando las salas de cine gracias a la fuerza del personaje, desde luego, pero también a la habilidad de Guy Ritchie para hacer una versión gótico-posmoderna muy influida por el nuevo cine de fantasía y superhéroes que, por influencia de los cómics y los videojuegos, los sumerge en un universo herrumbrosamente postindustrial, ni victoriano ni futurista (retrofuturista lo llaman), aunque construido con elementos extraídos de ambos ámbitos.

El éxito de la primera entrega en 2009 justifica esta secuela. La confortable serenidad literaria de Conan Doyle, que hace tan grato releer los relatos de Holmes, es sustituida por un montaje histérico plagado de efectos. La ciencia deductiva parece importar menos al detective que sus habilidades de luchador karateca. En definitiva la acción sustituye a la inteligencia. Pero vivimos los tiempos cinematográficos que vivimos y el resultado, pese a todo, no deja de ser entretenido, divertido y original.

Esta segunda parte, inferior a la primera a causa de su endeble guión, tiene un planteamiento bondiano. En varios países mueren magnates y se producen atentados sin que exista una relación aparente entre ellos.

Detrás de todo está Moriarty, el archienemigo de Holmes que logrará matarlo en las cataratas de Reichenbach, episodio real trasplantado aquí desde El problema final con el que Conan Doyle, celoso de la fama de su criatura y harto de que lo confinara en la literatura popular, intentó quitárselo de en medio en 1893. Inútilmente porque, como todo el mundo sabe, ante la presión de lectores y editores tuvo que resucitarlo con La casa deshabitada en 1903. Guy Ritchie, al contrario de Conan Doyle, está tan encantado con su Holmes que en un minuto revela lo que el creador del detective tardó diez años en hacer: que Holmes no ha muerto y volverá.

Jude Law como Watson convence más que Robert Downey como Holmes. Los dos son superados por Jared Harris como Moriarty y todos por el grandísimo Stephen Fry como Mycroft Holmes. El diseño de producción de Sarah Greenwood, largamente entrenada en decorados victorianos con sus ambientaciones para obras de Anne Brontë (El señor de Wildfell Hall), Wilkie Collins (La piedra lunar) o Jane Austen (Orgullo y prejuicio), es una de las claves del buen resultado de la película al lograr, como en la entrega anterior, crear un curioso clima pos-victoriano que actualiza los escenarios sin quitarles el tortuoso o confortable, según los casos, encanto de la época. Un encanto que la película no tiene, sobre todo desde el excesivamente largo episodio del tren y muy especialmente desde que Holmes y Watson dejan Inglaterra por el continente. Más guión, amigos míos, más guión. Y menos metraje.

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