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Cultura

Síntesis y reconstrucción de la realidad

  • Muy a pesar de su empeño a contracorriente, la Escuela de Londres resume el mayor reto estético de su tiempo en torno a la posibilidad de representar el mundo en el siglo XX

David Bomberg (1890 - 1957) ya era un pintor reconocido cuando partió al frente en la Segunda Guerra Mundial. Su pertenencia a la cuadrilla de los Whitechapel Boys, grupo de pintores y escritores ingleses que buscaban en sus orígenes judíos una identidad común, le había prodigado ya cierta relevancia en los círculos más afines a la vanguardia durante los años 30. Hasta entonces, Bomberg había cultivado sobre todo la abstracción geométrica, pero cuando perdió a uno de sus mejores amigos en la guerra sintió una profunda necesidad de volver a representar la realidad con tal de ganar la complicidad de quien viera su obra (la exposición Bacon, Freud y la Escuela de Londres del Museo Picasso presenta un testimonio de esta transición en el explícito cuadro Depósito de bombas, de 1942). Bomberg, quien vivió algunos años en Ronda, donde impartió clases en un taller de pintura, no tardó en encontrar en la representación del cuerpo humano (Desnudo, 1943) el mecanismo más directo para abrigar esta complicidad. Ya en 1949, el otro gran pionero de la Escuela de Londres, William Coldstream (1908 - 1987), fue contratado como profesor de Bellas Artes de la Slade School of Fine Art, donde trabó amistad con Lucien Freud, Michael Andrews y Euan Uglow. Y fue allí donde comprendió de una vez por todas que el desastre forjado en Europa a través de dos guerras mundiales y el ascenso del fascismo había pulverizado cualquier comunicación posible entre el artista y su público. El único medio capaz de reconstruir este vínculo era un regreso al realismo, un empeño no precisamente sencillo por cuanto, por una parte, el género había quedado ampliamente denostado y hasta ridiculizado por reaccionario a cuenta de la consagración de la abstracción; y, por otro, porque en el paisaje partido en pedazos que sucedió a la Segunda Guerra Mundial resultaba bien difícil acotar una definición para la realidad. ¿Qué era real y qué no lo era en una Europa que había decidido dar rienda suelta a su odio hasta el suicidio? Cuando Adorno advirtió de la imposibilidad de escribir un poema después del Auschwitz, su argumento no fue tanto ético como estético: no se puede escribir un poema ni pintar un cuadro donde no hay nada que representar. Donde lo que una vez fue real ahora es confuso, más cerca del (mal) sueño que de la evidencia.

La vuelta a semejante tortilla vino dada por un grupo de artistas cuya cohesión tampoco era precisamente muy real. Para empezar, sólo algunos habían nacido en Inglaterra: la mayoría habían gustado el sabor de los exilios en su terrible diáspora (tampoco es un matiz irrelevante el hecho de que la mayoría de los artistas de la Escuela de Londres fuesen judíos), pero todos encontraron en Londres el entorno ideal para, entre lo ajeno y lo propio, dar una oportunidad a lo real. El mismo término Escuela de Londres, acuñado en 1976, es también difuso y carece de márgenes reconocibles: en realidad, los únicos dos nombres que figuran sin reservas en todas las referencias al grupo son los de Lucien Freud y Francis Bacon; el resto depende de la intuición y la generosidad del crítico o comisario. De hecho, Paula Rego, nacida en Lisboa en 1935, apenas ha contado referencias a la Escuela de Londres en su trayectoria, por lo que su inclusión en la exposición del Museo Picasso, decidida por la comisaria, Elena Crippa, constituye una novedad importante. A ninguno de los artistas relacionados con la Escuela de Londres le gustaba esta etiqueta, que preferían rehuir apelando a sus particularidades por más que compartieran amistad (bien conocida es la que unió a Auerbach, Freud, Bacon y Andrews) y relaciones de maestros y alumnos como las que se dieron en la Slade School. Pero fue esta pandilla dispersa la que asentó el primer intento serio en el siglo XX de devolver la representación de la realidad al arte. Y la que, con ello, ejerció una influencia enorme en toda Europa, con resonancias como el Nuevo Realismo francés de los años 50 y el realismo español que surgió a partir de entonces.

Sin demasiados asideros desde los que considerar la realidad como objetivo para sus cuadros, los artistas de la Escuela de Londres comenzaron a representar lo que de manera espontánea les quedaba más a mano. En gran medida, al principio se trataba de hacer de la necesidad virtud, tal y como expresó ayer en la presentación de la exposición Elena Crippa: para sus primeros estudios al natural, por ejemplo, empleaban a amigos como modelos porque no tenían dinero para contratar a modelos profesionales. No obstante, esta querencia a encontrar el objeto del deseo en las orillas más cercanas se mantuvo cuando, por obra y milagro de la Tate y la National Gallery, desaparecieron las penurias. Lucien Freud dedicó tres años, desde 1977 a 1980, para pintar Dos plantas, un cuadro que reproduce una sección muy concreta del jardín de la casa a la que se mudó en aquellos años y que, a tenor del paso del tiempo, constituye un verdadero ensayo sobre la evolución formal de la vida vegetal. Michael Andrews (1928-1995) acude a su cotidiana vida familiar para lograr asombrosas evocaciones (Melanie y yo nadando, 1978-1979). Las estampas londinenses que recoge la muestra no son precisamente las de una mayor calidad turística, sino la que define la misma existencia de sus artistas (especial mención merece la obra de Leon Kossoff y Frank Auerbach en este sentido). Pero a partir de este criterio de proximidad, ciertamente, la noción de realidad se revela de manera bien distinta en cada artista: nada tienen que ver los maravillosos estudios de proporciones de Euan Uglow (1932 - 2000) con los "asquerosos trozos de carne" que vio Margaret Tatcher en la obra de Francis Bacon (1909 - 1992). Eso sí, el nexo más visible que persiste en todo momento es el cuerpo, como mecanismo más cercano y más evidente, en clave cartesiana, para la asunción de una realidad que abraza no sólo lo representativo, también lo ideal: así en la sátira feminista de Paula Rego inspirada en William Hogarth o en una pintura tan rotunda como El ascenso del fascismo (1975 -1979) de R. B. Kitaj (1932 - 2007), en la que queda bien demostrado dónde se oculta el alacrán venenoso.

Más allá del realismo, si algo une a la Escuela de Londres es la determinación de sus miembros a pintar así, con todo en contra, creando sin parar y sin concesiones a otras cosas (los artistas del grupo que viven aún siguen en activo). En 1996, en una carta a John Berger, Kossoff celebraba el magisterio de Giacometti, "un artista que ofrecía esperanza y seguía dándolo todo por un arte de verdad, sin medias tintas". Esa verdad, más aún que la realidad, es la que hoy nos atañe. Intacta.

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