arte

Sonrían, por favor

  • El CAC Málaga acoge la primera individual de Wayne Gonzales, con multitudes donde la imagen se abre al abismo de la interpretación y no al mero reconocimiento

Al entrar al espacio central del CAC Málaga, donde se expone esta primera individual de Wayne Gonzales en España, justo en la pared más lejana a nosotros, tres enormes lienzos nos dan la bienvenida. En cada uno de ellos, como si se tratara de una torreta de iluminación, nueve focos pintados parecen apuntar hacia nosotros para iluminarnos con sus potentes fogonazos. Tal vez no lo intuyamos, pero venimos a ocupar una suerte de metafórico espacio análogo al de los personajes de sus pinturas: mirones mirados u observadores observados. Es lógico pensar que mientras miramos somos grabados y vigilados mediante cámaras de seguridad y por el personal de sala.

La mayoría de las obras son multitudes, a excepción de esas tres simuladas baterías de luz y de Slingshot Boy, un muchacho que porta un tirachinas en ademán de usarlo. Hay algo desasosegante en todas esas congregaciones de personas. El tratamiento de Gonzales, que consigue desasistirnos de referencias contextuales, impide que sepamos con certeza a qué obedece esa aparente espera y la expectación de esas multitudes o, incluso, qué es lo que miran con tanta atención y fruición, aunque ese interrogante, ante tanta incertidumbre, podría aplicarse a nuestro acto de mirar: ¿qué miramos más allá de un conjunto de personas que miran y esperan?

Las imágenes que toma el artista americano son de raíz fotográfica y las obtiene en los medios de masas e internet. Gonzales, al centrarse en fragmentos de imágenes seguramente más amplias, con mayor profundidad de campo y, por tanto, con más información, arroja la imagen al abismo de la interpretación y no al mero y sencillo reconocimiento. Otro factor capital se suma al anterior: el paso de la certeza de lo fotográfico a la pintura parece, por momentos, desvanecer la representación.

Esos personajes, a los que miramos, están desconectados, aislados, sin relación alguna entre ellos, ausentes a pesar de estar en la multitud. Si en ésta se pierde la identidad individual a favor de lo colectivo, también parece producirse un sentimiento cercano a la soledad. Estas imágenes se convierten, por tanto, en una suerte de alegoría de la incomunicación y la soledad en nuestra sociedad.

Algunas de sus multitudes que esperan, como Waiting Crowd (2009), en la que aparecen personajes al borde mar, parecen citas -homenajes en toda regla- de las vistas que el pintor posimpresionista francés Georges Seurat tomaba de los lugares de esparcimiento parisino, a los que acudía la masa en los días festivos (Tarde de domingo en la Grande Jatte o Baño en Asnieres, ambos fechados en la década de 1880). En aquellos espacios, a orillas del Sena, se imponía en el XIX el ocio moderno. En las obras de Seurat, casualmente, todos los personajes parecen ausentes, desconectados, incomunicados, mirando fuera del cuadro, con la vista literalmente perdida, tal como hacen los personajes de Gonzales. Tal vez sea un síntoma de la vida en las ciudades, que incrementa el sentimiento de soledad y aversión a la masa, como se encargaron de dejar escrito autores como Baudelaire, Nietzsche o Benjamin.

Precisamente, el lenguaje de Seurat, caracterizado por sus pinceladas cortas o pasos de color, y que se conoce como divisionismo, es el mismo lenguaje con el que se expresa Gonzales, sólo que éste reduce la gama cromática al blanco y negro y al sepia, sintetizando lo inequívocamente pictórico de ese estilo con la gama de color que recuerda forzosamente a los orígenes de la fotografía. No obstante, también hemos de precisar que esas atmósferas monocromáticas y sombrías refuerzan lo desasosegante de las composiciones.

Ese tratamiento pictórico y pictoricista que escapa de otros de mayor visualidad como las tintas planas -piense en imágenes del Pop art-, no deja de ser una metáfora de la densidad de la pintura como disciplina, cuestión que le hace converger con otros autores a los que el CAC ha atendido (Richter, Sasnal, Tuymans, Cobo o Caro Niederer). Al leerlas aprehendemos esas imágenes como fotográficas, pudiendo definirlas como imágenes transparentes, visuales y mecánicas (obtenidas por un medio técnico y de visión como la cámara, ya sea fotográfica o de vídeo).

Sin embargo, esa supuesta instantaneidad y transparencia de lo fotográfico desaparece ante la factura pictoricista. Lo instantáneo que subyace bajo las capas de pintura, bajo los pasos de color acaba por convertirse en denso y desconcertante; esto no indica que la fotografía no pueda llegar a ser desconcertante, sino que la pintura redimensiona semántica y simbólicamente esos fragmentos e instantes de lo visible.

Una vez convertidas en pintura, a la instantaneidad de lo fotográfico le sucede una delectación pausada: el ojo, la visión, parece replicar la mano del pintor y el proceso pictórico. La pintura, de este modo, consigue complejizar, densificar y desestabilizar tanto la imagen como nuestra percepción, así como la superficie pictórica parece hacer las veces de filtro que tamiza la imagen imponiendo un nuevo estatus.

Esas multitudes a las que nos enfrentamos arrojan otro espacio de reflexión, igualmente capital pero con un talante crítico acerca del control en nuestras democráticas sociedades. Allá donde vayamos, podemos estar vigilados. Tenga por seguro que en cualquier espectáculo público, en no-lugares como centros comerciales y aeropuertos, al entrar a establecimientos comerciales o en la misma vía pública, especialmente si participamos de aglomeraciones, estamos siendo grabados. Recele incluso de su webcam, puede que esté hackead -discúlpeme, no pretendo asustar, para eso ya están los "mercados", sino advertir de algo que, por otra parte, todos sabemos-.

En una sociedad hipervisual e inflacionaria, la imagen es una mercancía más en trasiego. Michel Foucault utilizaba como metáfora de nuestra sociedad la del panóptico, el emblemático proyecto penitenciario de Jeremy Bentham (s. XVIII) en el que cada preso se sentía observado, y que se toma como paradigma de la vigilancia, el control y la continua mirada del poder, del cual no conseguimos escapar ni camuflarnos.

Al menos, Wayne Gonzales, marcado por un espíritu político y, si no revulsivo sí al menos denunciante, parece levantar el tirachinas como ese niño que retrata en Slingshot Bo, quien apunta a no sabemos quién, tal vez a un ojo omnipresente que nos vigila. Sólo queda el imposible ejercicio de ir apuntando a cada cámara con el tirachinas hasta cegarlas o, por el contrario, salir bien en la fotografía o en el vídeo. Al artista americano hemos de agradecer que encienda los focos de sus tres grandes pinturas que nos iluminan metafóricamente. Así que, por favor, sonrían.

Wayne Gonzales. CAC Málaga. C/ Alemania, s/n. Málaga. Hasta el 22 de enero.

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