artes escénicas | robert lepage dirige el espectáculo

'Totem': semidioses en la carpa

  • El Circo del Sol llegará el próximo junio a Málaga con un espectáculo sobre la evolución humana en el que no falta el virtuosismo habitual de la compañía

Pocas disciplinas como el circo logran avivar dentro del espectador adulto el asombro y la admiración con el que una vez, cuando fue niño, éste observó el mundo. De ese poderoso deslumbramiento no escapan siquiera creadores de la talla de Robert Lepage, para quien las extraordinarias proezas que se ejecutan bajo una carpa emparentan a sus intérpretes con lo divino, y devuelven al público la capacidad de soñar que la anodina realidad de fuera le había arrebatado: "En el reducido espacio de tiempo en que se encuentran en el aire o realizan una hazaña acrobática, los artistas circenses se convierten en algo más que hombres y mujeres: son semidioses y nos sentimos transportados a un mundo mitológico", sostiene el director canadiense, celebrado por sus propuestas para el teatro y la ópera. Lepage ya comprobó de primera mano el virtuosismo de los integrantes del Circo del Sol en 2004 cuando concibió junto a ellos , un espectáculo que hoy continúa representándose en Las Vegas, y ahora protagoniza una nueva alianza con la compañía en Totem, una obra que tras su programación en Madrid tiene previstas dos escalas en Andalucía: en Sevilla, donde estará a partir del 25 de enero, y en Málaga -Recinto del Cortijo de Torres, donde la compañía instalará su carpa- durante todo el mes de junio.

En Totem, que supone la vigésimo octava producción del Cirque du Soleil y que llega a España tras ser vista por cinco millones de espectadores, Lepage ha ahondado en esa dimensión espiritual que el canadiense percibe en las funciones circenses. El espectáculo se adentra en el misterio de la evolución humana -esa gran pregunta: de dónde venimos- y propone un recorrido desde los seres anfibios con los que arranca el fenómeno de la vida hasta el hombre que desea dejar atrás sus limitaciones y fantasea con volar. Un viaje en el que conviven una vertiente fabulosa, en la que unos aborígenes se entregan a sus leyendas y danzas inmemoriales y prestan sus oídos a los mensajes secretos de la Tierra, y otra parte más realista en la que un ejecutivo enchaquetado que camina junto a neandertales y cromañones o un ligón turista italiano vienen a decirnos que tal vez aún no distemos tanto de esos animales de los que procedemos.

Una visión del mundo que Lepage y compañía desgranan con una impactante escenografía, en la que destacan una estructura con la forma del caparazón de una tortuga -donde transcurre entre otros el primer número, en el que acróbatas ataviados como peces y anfibios afrontan un vistoso número de barras paralelas- o un puente mecánico con forma de cola de escorpión. Al intachable envoltorio de la obra contribuye igualmente el soberbio vestuario, en el que según cuenta Frank Hanselman, director de la gira de esta producción, cada prenda ha requerido nueve o diez versiones antes de salir a escena, para que los dibujos originales acabaran respondiendo a la necesidad de movimiento de los acróbatas. En este apartado, para el que los diseñadores han estudiado a fondo diferentes especies de animales y se han inspirado para los colores en las cuatro estaciones, sobresale el Hombre de Cristal, un sofisticado maestro de ceremonias que abre y cierra el espectáculo -es quien insufla vida al armazón de la tortuga y también el último que dejará el escenario, sumergiéndose en una laguna- cuya ropa, cubierta por espejos y cristales, se compone de 4.500 componentes reflectantes.

Todo este despliegue, no obstante, queda en un segundo plano ante esa habilidad sobrehumana que exhiben sus intérpretes. Ellos son los que, definitivamente, propician esa sensación de la que hablaba Lepage: la de estar asistiendo a un milagro. Uno de los pasajes que corta la respiración del espectador es el que protagonizan unas jóvenes montadas sobre un monociclo, que se lanzan entre ellas, con los pies y sin hacer uso de las manos, cuencos de metal que consiguen colocarse sobre la cabeza. Los prodigios se suceden en Totem: en otros números, unos acróbatas desafían a la gravedad saltando sobre unas barras rusas; unos patinadores giran y giran a una velocidad abrumadora; una pareja se enreda en un sugerente juego de seducción mientras comparten un único trapecio. Alardes con los que el público alcanza una conclusión esperanzadora: tal vez el ser humano merezca el calificativo de portentoso. Otro mensaje se desprende entre los 46 acróbatas, actores, músicos y cantantes que forman parte de este montaje: es factible la hermandad y el entendimiento entre ciudadanos de 16 países.

En el conjunto hay asimismo espacio para la comedia, un registro que lideran Valentino, ese estereotipo de macho italiano que intenta seducir a las espectadoras, y el entrañable payaso Misha, que en una desastrosa sesión de pesca conseguirá responder con imaginación y humor a los reveses, quizás el momento que en mayor medida recuerda a la iconografía atemporal del circo.

El equipo de Totem tiene además su representante andaluz, el director musical Alejandro Romero. El sevillano soñó en una representación de Saltimbanco en su ciudad que algún día se sumaría a las filas de esa troupe, una fantasía que el azar o losdioses acabaran materializando. Tal vez gracias a su presencia haya acordes flamencos en una producción en la que cohabitan el funky, los tambores de los nativos americanos o sonidos de Bollywood. Porque el Circo del Sol, esa comunidad de artistas callejeros que inició una asombrosa trayectoria en el Quebec de hace treinta años, no parece creer en las fronteras y se sabe ya un patrimonio compartido por espectadores de todo el mundo.

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