Poesía

Yo acuso, yo confieso

  • Visor recupera 'Las cenizas de Gramsci' de Pasolini, definidas como la "epopeya de los años cincuenta"

La década de los 50 fue decisiva para Pier Paolo Pasolini. Fueron años de problemas económicos, escándalos y tensiones existenciales, de confirmaciones y de cambios. Tiempo de poner un poco de orden en la mesa revuelta del quehacer poético y tiempo de ampliar el horizonte creativo. En 1954, reunió toda su poesía dialectal escrita entre 1941 y 1953 en el volumen La mejor juventud; en 1958 haría lo propio en El Ruiseñor de la Iglesia Católica con la producción en italiano previa a 1950, año en que se instala en Roma en compañía de su madre. A partir de este momento, su poesía tomará inevitablemente otros derroteros, pues no puede ser igual hablar desde la provincia, en dialecto y con pocos años que hacerlo, ya adulto, desde la vorágine urbana y en la lengua de la elite nacional. Entre ambos libros, Pasolini publicó el que sería su primer poemario en italiano, Las cenizas de Gramsci (1957), que reúne composiciones escritas ya en Roma, que Giacomo Jori ha calificado de “epopeya de los primeros años 50” y que la editorial Visor recupera ahora.

Una epopeya que es la del individuo y la del país, la de Pasolini y la de una Italia que, ahogada la ruina humeante de la posguerra, se está encauzando hacia el fárrago y la fanfarria del boom económico. La primera pieza, El Apenino, serviría para situarnos en una geografía y un tiempo histórico precisos. El poema recorre a lo largo de la espina dorsal de la península itálica, los montes Apeninos, entresacando apuntes para un ambicioso lienzo pictórico-poético. Hay un paisaje iluminado por la luna, trazos de la vida nocturna, pero no de la noche durmiente de quien se va a la cama porque debe madrugar, sino de la vigilia de arrabal, la de la pequeña delincuencia y la prostitución, la de esos descampados en “donde se ignora todo / lo que no sea sexo”. Pasolini ha descubierto esos agujeros en la noche donde moriría asesinado en 1975. El poema plantea una de las dicotomías esenciales del libro: la Eternidad y la Historia, representadas por el sueño de piedra de la escultura de Ilaria del Caretto citada en unos versos, y ese bullebulle que se niega a dormir.

Lo viejo y lo nuevo vuelven a converger en El canto popular, un hermoso elogio del saber innato del pueblo y de la poesía popular que intercala una serie de versos antiguos en el empeño de desbrozar un tronco nacional común. En este poema queda más a las claras el objetivo poético de Pasolini, que no es otro que el de reconciliar lo irreconciliable. En el poema (en el libro) se da el encuentro/choque entre un fortísimo respeto por la tradición y una apremiante reivindicación de la revolución, no sólo literaria. Se asiste asimismo al esfuerzo por conciliar fe y descreimiento (que no ateísmo), dos expresiones contrapuestas de una misma manera apasionada de interpretar la vida. Durante mucho tiempo, Pasolini intentó conciliar a Karl Marx y Jesucristo, con fortuna desigual, a pesar de que ni su marxismo ni su cristianismo fueran demasiado ortodoxos. En el poema que da título al libro, ante el proletariado, afirma: “es para mí religión / su alegría, no su milenaria lucha”. El poeta cae tanto en la tentación de lo sagrado como en la del sacrilegio.

El libro está dominado por un intenso tono acusador y una no menos intensa voluntad confesional. En ciertos pasajes, sería un implacable “Yo acuso” contra el estado de cosas vigente; en otros, un contundente “Yo confieso”. El poeta visita una exposición de Picasso y señala lo evidente, la entrega y la curiosidad insaciables del artista malagueño: “¡Cuánta alegría en esta furia por comprender!”, pero también la ausencia del pueblo en sus cuadros, cuando el clamor de éste inunda las calles. Según Pasolini, el pueblo “calla / en estas telas, en estas salas mientras fuera / explota, feliz por las plácidas / calles festivas”. El reproche es legítimo: ¿Hasta qué punto nos preocupa algo que omitimos en nuestra obra? Otra exposición, la de su buen amigo Giuseppe Zigaina, es el germen de Cuadros friulanos donde celebra lo que no halló en Picasso: la gente, las gentes, el gentío, esos hombres con corazones tan duros como las manos, el trabajo y el sudor y el cansancio, los campos de maíz y los viñedos, la era y la trilla, y ese vaso de vino al final de la jornada con que poner un poco de orden en la existencia.

Esta actitud crítica y confidencial se extiende a otros ámbitos. En el poema Comicio, Pasolini denuncia la pervivencia del fascismo en la sociedad italiana y recuerda a quienes, como su hermano menor, cayeron en la guerra luchando contra esta aberración ideológica: “he aquí/ en torno el pasado, los fantasmas, los resucitados / instintos”. En Una polémica en versos, por el contrario, critica el inmovilismo del Partido Comunista Italiano: “Está ya viejo el plan de lucha de ayer, se cae / a trozos de los muros el manifiesto más fresco”. En El llanto de la excavadora, llega hasta donde le es posible en la confesión de su homosexualidad: “conocen pocos las pasiones / en las que yo he vivido”, y a esa vida de arrojo literario y político, de esfuerzo y agotamiento, se escuchan unas notas de soledad “de quien amaba / aunque no fuera a su vez amado”.

El poeta interroga a su sociedad y se interroga a sí mismo, y lo que acaba alzándose ante nuestros ojos en Las cenizas de Gramsci es el fuego aún voraz de un poeta de no menor altura intelectual.

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