Cultura

El amanecer se llevó a Iván

  • En la misma ciudad, San Sebastián, que lo viera nacer en 1943, falleció ayer Ivan Zulueta, artista polifacético y director de la mítica película 'Arrebato' en 1980

Ayer murió Ivan Zulueta (San Sebastián, 1943), hombre de excitada creatividad y privilegiada sensibilidad, autor de un puñado de obras fílmicas (entre las que despunta Arrebato, una de las cimas del cine moderno español, pero que también incluye un filme saludable y transgresor, Un dos tres... al escondite inglés, y brillantes cortometrajes experimentales como A MAL GAMA o Leo es pardo) que han hecho de él, incluso durante las décadas de denso silencio, una referencia ineludible en los debates sobre nuestro cine. Ayer se terminó de ir Zulueta -que nunca estuvo del todo con nosotros-, habitante fronterizo, casi siempre en el umbral entre vida y muerte, al que siempre se le reclamó, con la característica falta de escrúpulos y educación del fan, una vida diurna, es decir, más películas, más tiempo bajo los focos, otro Arrebato que dictaminara si era genio distraído o uno más de la estirpe de Juan Rulfo.

Posiblemente el mejor segundo apellido que se le pueda acercar a Iván Zulueta sea el de amateur. Nada peyorativo, pues se trataba de un minucioso artesano que, de espaldas a la industria, cortó y pegó con mimo algunas de las imágenes más poderosas del cine español. Es, en el fondo, terriblemente injusto calificar al vasco de cineasta poco prolífico, pues salta a la vista que Zulueta hacía cine cuando diseñaba un cartel para Almodóvar o Gutiérrez Aragón, para Garci o Borau (cuyo Furtivos no sería la misma con otro póster distinto al que le dibujara Zulueta, quien más que resumir o representar parecía dialogar con la película desde la imagen fija que normalmente anuncia y, si acaso, promociona); hacía más cine que la mayoría de sus colegas simplemente esperando a que le llegaran revelados los rollos y rollos de super-8 con los que componía películitas que desafiaban formatos y duraciones y en las que experimentaba con la fascinación, el tema principal de su obra, ese efecto de las imágenes que el cine lleva a su última expresión al abrir la realidad a nuevos ritmos e intervalos: territorio de sueños y también de pesadillas.

Zulueta se soñó, al filmar Arrebato, cineasta de género, no autor maldito. Siempre afirmó que le hubiera gustado que el famoso filme pudiera haber sido el principio de una modesta carrera de artesano y no la tumba de su escritura. Es difícil creer en sus palabras de adicto (a la heroína, pero también a la belleza radical del cine libre de ataduras narrativas), pues qué es Arrebato sino la historia de su vida, prevista con la siniestra exactitud de quien conoce a la perfección las virtudes y defectos, así como las potencialidades, de su genio. El filme es, entre otras cosas, la historia de una formación -de un aprendizaje revelador, drástico y definitivo-, la de un realizador al que nunca le dio por pensar en el medio en el que trabajaba hasta que una amiga lo pone en contacto con un extraño e hipersensible personaje que acecha al mundo con su cámara doméstica. Junto a él emprenderá un camino sin retorno que tiene al cine como verdadero protagonista de un relato vampírico en el que laten significativas metáfores sobre el arte en general y el séptimo en particular. Y una de las más importantes es que para estar ahí donde quema, hay que quemarse.

Según los teletipos, Iván Zulueta se murió como Nosferatu, sorprendido por el amanecer, consumido antes de tiempo, como Will More y Eusebio Poncela en la película que le sirvió de anticipado y preclaro testamento. Nos deja un estilo único e inconfudible, lo que no suele pasar (ni en el cine español ni en el universal), en el que regocijar la mirada: un reino de imágenes vertiginosas y atrayentes, animaciones espasmódicas y rutilantes que a veces se calman, dejando entrar los destellos del mundo real que han inspirado el ojo del poeta.

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