Cultura

Los amores modernos

  • Alain Finkielkraut profundiza en los misterios del corazón a través de autores y personajes emblemáticos

Alain Finkielkraut. Trad. Elena M. Cano e Íñigo Sánchez-Paños. Alianza. Madrid, 2013. 136 páginas. 16 euros

Quizá lo hayamos repetido en otras ocasiones: el principal influjo del Werther de Goethe no fueron la casaca azul y el pálido calzón amarillo que lucía su protagonista. La mayor novedad de Las cuitas del joven Werther (1774) fue su concepto agónico del amor y una inmoderada búsqueda de lo absoluto. Toda una generación de europeos aprendió a desesperarse con el joven alemán (fueron muchos los que emularon su dramático suicidio); y fueron varias las generaciones que adoptaron su lenguaje amatorio, su atormentada gramática de la desdicha. En Goethe, como en Radcliffe, como todavía en Mann, el amor es una conquista burguesa. Una conquista, por otra parte, que huye de la burguesía, de su yugo societario, para incardinarse violentamente en lo inefable. ¿Por qué entonces este Finkielkraut de Y si el amor durara ha omitido, como huella que quema, ese periodo crucial donde el amor, su amplia reformulación, la fantasmagoría barroca -"serán ceniza; más tendrá sentido;/ polvo será, más polvo enamorado"- aún late en el imaginario adolescente?

Parece probable que el ensayista francés, enfatizándolo por omisión, ha preferido glosar el amor romántico en sus márgenes; vale decir, abroquelado por el amor galante del XVIII y el amor amargo, complejo, irremisiblemente fútil, que se desprende de la obra de Ingmar Bergman, Philip Roth y Milan Kundera. En Madame de La Fayette, el amor y su renuncia aún vienen prendidos de un pudoroso gesto dieciochesco: la cortesía. En los autores del XX, el amor es ya una sombra que se evapora tras la fatiga de los cuerpos. El XIX, sin embargo, ha traído la ilusión de la perdurabilidad, el brillo fascinante y el escalofrío patético de las almas gemelas. Cuando esta ilusión decline, el hombre será quizá un animal más realista. Cuando el amor-ideal, indistinguible del amor eterno, ceda su paso a las intemperancias de lo cotidiano, el Amor y la Pasión tal vez se acerquen demasiado al flirt o al amorío vulgar del folletín urbano. Recordemos que el Romanticismo también escenificó el amor como una variante del vampirismo; vale decir, como una anomalía enfermiza, como un sacrílego ceremonial, que podemos encontrar, espigando muy sumariamente, en Goethe, en Gautier o en Sheridan Le Fanu (véanse, a este respecto, La novia de Corinto, Carmilla, La muerta enamorada y toda la literatura que precede al Drácula de Stoker). Con lo cual, volvemos a la pregunta del inicio: por qué Finkielkraut ha prescindido, no sólo del XIX, pero también de la más colosal obra de amor/desamor que haya dado la literatura del siglo XX: En busca del tiempo perdido.

Cabría contestar, paradójicamente, que a Finkielkraut no le interesa la patología amatoria, sino sus inmediaciones. Ortega, antes que él, ha definido el amor como un estado de estupidez trasitoria, cuya duración no alcanza más allá de los tres meses. Y Stendhal, el gran teórico del amor, sólo se aventuró a una categorización regional de las veleidades del alma femenina. Cabe decir que Stendhal, su infortunado trato con el sexo contrario, le llevó a construir una suerte de padrón sentimental donde las andaluzas eran el ápice de una robusta pirámide de la sensualidad. Finkielkraut, ya en este lado de la modernidad, arguye que la incomprensión o los celos son más fuertes que los jóvenes heraldos de la pasión (Bergman); y que los vínculos paterno-filiales, la estrecha intimidad familiar (Roth), así como una viva y radical compasión (Kundera), sobrepujan a aquel amor romántico, burgués, que antepuso el estremecimiento de los sentidos a los seculares pactos de familia. El amor, parece concluir Finkielkraut, es el hueco mismo dejado por el amor, tras su agitado paso por nuestras vidas. Valga como ejemplo el conmovedor epitafio del propio Stendhal: "Aquí yace Enrique Beyle, milanés. Vivió, escribió, amó". Sobre el infortunio amoroso, perdura la noble, la delicada confusión del hombre con sus fantasmas.

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