Crítica de Teatro

La apariencia y el secreto

Miguel Guardiola y Paco Pozo, en una escena de 'Monogamia'.

Miguel Guardiola y Paco Pozo, en una escena de 'Monogamia'. / daniel pérez / teatro Echegaray

Rescatada del ciclo de lecturas Miradores de Escena con un montaje para Factoría Echegaray, Monogamia, la obra del autor chileno Marco Antonio de la Parra, presenta un registro de comedia ligera bajo el que yacen apuntes sobre la condición humana relativos a las relaciones personales. Dicho así, el invento evoca el sello de Woody Allen, y algo de esto hay; también, ya puestos, se respira cierto aroma a Bergman, pero demostrando de paso que se puede meter mano al asunto del matrimonio sin necesidad de ponernos tan serios. Precisamente, Monogamia revela uno de sus mayores logros en su adscripción a cierto teatro popular, muy del gusto de las cándidas mayorías medianoburguesas, sin renunciar a ciertas honduras de calado en su planteamiento. Es más, en Monogamia no pasa nada, o prácticamente nada; no hay tramas ni enredos, y cuando parece haberlos el respetable ya está bien curado en salud como para comprender que el particular ni va a ningún sitio ni tiene la menor importancia. La pieza presenta a dos hermanos reunidos en un extraño club social de categoría fantasmagórica donde el más joven confiesa al mayor que está enamorado de una mujer que no es la suya. A partir de aquí, De la Parra presta mucho más interés a una exposición nítida de las emociones que a complicaciones argumentales, y lo hace con acierto, por cuanto la persecución de esa definición, nada sencilla (¿Qué significa amar, dejar de amar, amar a una persona y / o a otra?), reviste ya suficiente intríngulis como para mantener la atención del respetable. De modo que asistimos a un espectáculo de supuestos trazos gruesos (la confesión de un adulterio, o de la intención de cometerlo) donde los diálogos conducen de manera sutil a un mundo de matices, en el que las verdades absolutas son improbables. Tal objeto escénico requiere enormes dosis de limpieza, y así lo ha entendido Nacho Albert, que dirige la función con la intervención justa, dejando a los elementos, sabiamente, que hablen por sí mismos. Seguramente, Monogamia viene a ser una obra sobre el lenguaje, o sobre los límites del mismo a la hora de poner nombres a los sentimientos; un territorio en el que la desnudez formal es la mejor indumentaria posible.

La delimitación del club social, donde los personajes confluyen lo mismo sintiéndose observados por otros clientes o en la más absoluta intimidad, funciona como trasunto de estos mismos protagonistas respecto al difícil equilibrio entre las apariencias debidas y las inquietudes interiores (que a su vez parecen ansiar tanto la manifestación pública como el más recóndito secreto; no olvidemos que De la Parra es psiquiatra además de escritor); pero también como evocación del mismo teatro, donde no siempre la presencia de un público implica necesariamente que alguien está mirando. Los ochenta minutos de función, bien conducidos en un caudal ágil, descansan sobre los hombros del dúo interpretativo: Miguel Guardiola imprime una veracidad feroz a su personaje en una composición soberbia, crecida en los silencios, conmovedora en los gestos de piedad y complicidad y certera en los asomos de golferío. Paco Pozo asume un reto más difícil y aborda una composición excesivamente abandonada a los tics, lo que invita a interpretar su credibilidad más en función de la posición social que transpira que de la tormenta sentimental que presuntamente le azota. En general, a pesar de la fluidez y de los muchos aciertos, a esta Monogamia le falta más intención, más consistencia y un pelín de mala leche, que no tienen por qué ir en contra de los matices. Lo que no impide, en absoluto, su encarecida recomendación.

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