Crítica de Teatro

Un archivo de familia

Respecto al volumen del ego de los actores y teatreros en general se ha escrito largo y tendido, pero para despejar las dudas Emilio Goyanes ha decidido celebrar sus treinta y cinco años de trayectoria con un espectáculo en el que se tira él solito una hora y cincuenta minutos hablando exclusivamente de sí mismo. Y entiéndase ese sí mismo como el conjunto de personas que lo habitan, pues uno de los primeros argumentos del montaje es que uno no puede reconocer(se) fuera de las personas que han dejado huella en nosotros. Si para Kafka todo hombre tiene una habitación dentro, Goyanes nos abre la puerta de la suya, con todas sus luces y sus sombras, su desorden y sus hallazgos, su tormenta y sus consuelos. De modo que, por una vez, el director de Lavíebel ha decidido hacer de bululú y contar al respetable la historia de sus abuelos, de sus padres, de sus hijas, de su compañía, de todos con los que ha compartido el milagro de estar vivo y, por tanto, en la misma medida, de ese tal Emilio Goyanes al que llevamos décadas admirando. Semejante desnudo no constituye una extravagancia, ni mucho menos, dentro del teatro de Lavíebel: si algo comparten como rasgo común los montajes que en su seno ha alumbrado Goyanes es la confluencia de la memoria personal con la memoria histórica, digamos colectiva, a modo de caudales necesariamente confluyentes. Y justo eso tenemos aquí: el relato de un país armado en un archivo familiar, sonoro y fotográfico, que Goyanes nos saca para que lo veamos, como si estuviéramos en la mesa camilla de su salón.

En su formato de presunto diálogo con el público (el bululú aprovecha cualquier mínima reacción para interpelar a los presentes), Carpe Diem hace gala de un generoso repertorio de recursos interpretativos, del clown al music-hall pasando por el drama ad hoc, que se enriquece especialmente en la interacción con las proyecciones que dotan de rango épico a aquel álbum de fotos. La certeza de que al final uno mismo es un misterio a resolver y a conquistar queda latente en cada envite, así como la (con)fusión entre experiencia y teatro. Con las máscaras justas.

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