Cultura

el asesor

  • SANZ IRLES nació en Valencia en 1952 y tras su adolescencia empezó su vida viajera, que continúa hoy. Vivió un año en California, nueve en Amsterdam y otros cinco en Venecia, donde creó una empresa de traducciones. Su primera novela, 'Una callada sombra' está a punto de ser publicada. En 1982 publicó el libro de poesía 'Las gaviotas de hielo' (Ed. Fernando Torres). Es colaborador de prensa con artículos sobre viajes, cultura y política. Actualmente trabaja en su segunda novela, 'Tulipanes y delirios', y en una colección de relatos. En esta página publicamos uno de sus relatos todavía inéditos.

LA mañana de septiembre estaba inundada de luz, pero soplaba una brisa helada y cortante. Y pese a ello, a las once ya se había formado la larga y paciente cola de casi todos los días. Más larga, incluso, que otras veces: como poco habría docena y media de personas.

Para muchas de ellas la espera sería baldía, porque el gurú solo recibía de once y media a dos, y además nunca iba con prisas. Era concienzudo con sus clientes, podría decirse que hasta demasiado, aunque casi todo el mundo apreciaba esta rara cualidad en un mundo cada vez más frenético y hecho de relaciones desconsideradas. Antes de aconsejar dónde y cuánto invertir, se aseguraba de conocer a fondo la situación económica de cada cliente, sus circunstancias personales y familiares, el estado de su patrimonio y la seguridad o incertidumbre de su situación laboral.

"Señores -bromeaba a veces, porque el gurú tenía un desarrollado aunque peculiar sentido del humor-, hay que leer a Balzac para comprender la importancia de las rentas y los patrimonios». Pocos de sus clientes habían oído el nombre de Balzac y ninguno lo había leído, así que solían amagar desconcertadas muecas que buscaban ser sonrisa ante estos comentarios intempestivos.

El gurú no solo hurgaba en las finanzas de sus clientes, siempre ávidos de consejos y ganancias, sino que se aventuraba en su psicología. Era un hombre agudo y con experiencia de la vida, y mediante preguntas que parecían intrascendentes y cándidas pero que en realidad eran capciosas, sonsacaba datos y forzaba reacciones que le permitían escrutar sus mentes y almas.

Antes de dar sus consejos, se esforzaba en saber si quien tenía ante sí era un carácter aventurero y porfiado o un alma esmirriada y de poco temple, si calibraba el riesgo o si era más bien un insensato calavera, si resistía la adversidad o se resquebrajaba ante el infortunio, si tenía una cierta fibra moral o se trataba de alguien corrupto y venal.

Por otro lado, con una habilidad y unas dotes de persuasión poco comunes, había conseguido mantener su consultorio en un discreto anonimato, ajeno a la publicidad, las alharacas y los medios de comunicación. Los clientes traían a otros clientes no sin antes haberles imbuido la conveniencia, la necesidad casi, de la más absoluta discreción y reserva, sin la cual la actividad del asesor estaría abocada a desaparecer con el consiguiente perjuicio para los pocos elegidos que podían beneficiarse de su inaudita pericia.

El asesor era hombre metódico y algunas de sus costumbres y manías (no tengamos miedo de las palabras) admiraban a quienes lo visitaban las primeras veces. Su puntualidad era legendaria. Siempre estaba en su puesto cuando llegaba el primer cliente, lo que muchas veces sucedía antes de las ocho de la mañana para asegurarse un buen lugar en la cola; en las jornadas laborables debía de dormir allí mismo. Y siempre a las dos en punto, anunciadas por la campana de la parroquia que quedaba a menos de cien metros, se terminaba la consulta, aunque tuviese que dejar una entrevista a la mitad o al cliente con la palabra en la boca. Nunca hacía excepciones. En cuanto sonaban las campanadas de las dos, el asesor se incorporaba y con un ademán amable pero firme, invitaba al cliente a salir por donde la desanimada pero disciplinada cola empezaba a deshacerse entre gestos contrariados y quejas mil veces repetidas: "mañana vendré muy temprano; ya son cuatro días que hago cola para nada", «"debería ampliar el horario de consultas", "la verdad, podía ser algo más flexible", y otras laméntelas por el estilo. Pero ninguna lo conmovía.

Hoy he tenido mala suerte porque el asesor se ha alargado con algunos clientes algo más de lo habitual, así que aun habiendo hecho cola más de dos horas, cuando me llegó el turno ya eran las dos menos diez y sabía que me iba a tocar volver mañana porque no había ninguna posibilidad de que acabáramos en tan solo diez minutos; el asesor nunca se tomaba tan poco tiempo con nadie. Y así fue, exactamente. En cuanto empezaron a sonar las campanas se levantó, dando por concluida la sesión.

-Lo lamento, pero ya sabe usted cómo funciona esto.

Y luego añadió entre dientes:

-Ya sabrá usted que a partir de mañana recibo en otro sitio, ¿verdad?

-Sí, ya me lo habían dicho -repuse sin lograr ocultar mi decepción.

La cola ya se había dispersado en varias direcciones, y nos habíamos quedado solos. Entonces el asesor suspiró y dijo:

-Hoy estoy realmente cansado, y ahora me toca terminar la mudanza. Qué desdicha la mía.

-¿Desea que le eche una mano?- aventuré, movido a la piedad al contemplar sus encorvados hombros.

-Pues no le voy a decir que no -respondió con presteza-. Lo cierto es que me vendría de perlas . Se lo agradezco de veras.

Mientras recogíamos los pocos enseres que quería llevarse me atreví a preguntarle algo que me reconcomía desde hacía tiempo.

-Discúlpeme -dije con el tono de voz más amistoso del que era capaz-, pero me gustaría saber dónde ha adquirido usted sus conocimientos financieros y bursátiles. Como no veo los habituales certificados y diplomas colgando de ningún sitio… Y además -añadí, ahora sin lograr encubrir un deje de impaciencia-, de las cuatro inversiones que he realizado siguiendo sus consejos, solo he obtenido beneficios en una; en las demás, perdone que le diga, he perdido bastante dinero por ahora. Solo su inmensa reputación me ha llevado a darle una nueva oportunidad, si he de serle franco.

-No pierda usted su confianza ni su fe -me dijo con cierta ampulosidad-. Son nuestras mejores armas. A mí son lo que me mantiene en pie -añadió con vehemencia-. En cuanto a mis saberes, no tengo nada que ocultarle. Vea.

Por indicación suya levanté unos trapos sucios que tapaban un tablero de güija, una cajita con tabas y un ejemplar muy gastado del I Ching, el milenario libro chino de meditación y ciencia divinatoria. Luego señaló una especie de jaula con cuatro cachorrillos de perro y me dijo con toda naturalidad:

-Es que últimamente ando estudiando con mucho ahínco la adivinación mediante el ladrido de los perros. Se llama ololigmancia, ¿sabe usted? Es muy interesante; muy pero que muy interesante. Espero lograr grandes cosas con ella, y proporcionarles a ustedes grandes beneficios.

-Entiendo -repuse, intentado disimular mi estupor.

-Pero no se vaya usted a creer que soy un heterodoxo chiflado -se apresuró a añadir-. Con el I Ching, por ejemplo, nunca uso monedas; solo tallos de milenrama para formar los hexagramas, ¿me sigue usted? Es menester respetar los protocolos.

-Vaya -balbuceé-. ¿Y, por cierto, vamos muy lejos? -añadí ya algo molesto.

-No, no. Solo dos puentes más arriba. Llegaremos enseguida.

No mentía. Al llegar me tocó a mí colocar todos los bártulos, porque me di cuenta de que sus manos, encallecidas y llenas de costras y con las uñas negras, parecían semi impedidas por alguna forma de artrosis deformante. Su aspecto era más lastimero que nunca; la corta caminata lo había agotado y sus hundidos hombros parecían no poder soportar ya el peso de la raída pelliza. Daba grima mirarla, esa es la verdad: un harapo, asqueroso, un amasijo de jirones y lamparones de grasa y otras sustancias indistinguibles.

Coloqué donde él me indicó la silla de lona plegable, vieja y descuadrada, el pequeño transistor con la antena chafada y partida y los cartones que le servían de colchón y manta.

-Este es mucho mejor de cara al otoño -me dijo, mientras con un amplio gesto de su brazo me mostraba el ojo del puente sobre el que el pesado tráfico apenas se dejaba oír gracias al enorme grosor de sus muros y pilares-. Y además, solo por doblar el recodo del río el viento sopla con mucha menos violencia aquí. El otro puente está bien para el verano, pero ahora… ¿Lo espero mañana?

Pero no supe qué responderle, así que sin decir palabra di media vuelta y me alejé cabizbajo y pensativo por el reseco cauce del río.

l © 2012. Luis Sanz Irles. Todos los derechos reservados.

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