Cultura

·El bosque interior

Drama-terror, Dinamarca-Alemania-Francia-Italia-Polonia-Suecia, 2009, 106 min. Dirección y guión: Lars Von Trier. Fotografía: Anthony Dod Mantle. Intérpretes: Charlotte Gainsbourg, Willem Dafoe.

En un tiempo de imágenes miméticas y anestesiantes, Lars Von Trier aún sigue empeñado en construir artilugios audiovisuales que deslumbren a los ojos y sacudan las entrañas del espectador menos conformista. Puede que por ello mismo, o tal vez por su pose de genio egocéntrico y soberbio, muchos hayan decidido rechazar de plano, incluso con un sospechoso exceso de virulencia, la indiscutible belleza plástica o el rigor formal de sus películas, negando la mayor a su prodigiosa capacidad para seguir añadiendo nuevas opciones estéticas al lenguaje cinematográfico a partir de una exploración continua de las posibilidades tecnológicas.

Anticristo nació a los ojos de la crítica de Cannes envuelta en una polémica que se nos antoja tan artificial como buscada. Podemos imaginarnos al niño malo danés riendo por lo bajini ante las reacciones furibundas de los mojigatos (de siempre) que sólo quisieron ver en su película la prolongación de su talante provocador o un catálogo explícito y frontal de perversiones ópticas que superaban los límites de su exquisita sensibilidad para el arte con mayúsculas. También podemos imaginarnos con facilidad los argumentos (contra el exceso) para echar por tierra un film que se nos antoja tan radical como turbador, hermoso y coherente con la trayectoria del director de Rompiendo las olas, Los idiotas, Bailar en la oscuridad y Dogville.

Comenta Von Trier que su película nació de un profundo proceso de depresión personal y de sus miedos más profundos. En efecto, Anticristo viene a encarnar los temores más recónditos del hombre en un poderoso y alegórico imaginario de origen siniestro que formaliza la pesadilla diurna a través de una rotunda iconografía del horror que toma prestados, en original síntesis, elementos procedentes de la literatura (la Biblia, Sade, Freud, Nietzsche, evidentemente), el teatro (Artaud, Strindberg) o el propio cine, que tendría aquí a la topografía del género de terror (el bosque, la casa, la amenaza exterior), al Bergman de la descomposición de la pareja o al atmosférico Tarkovski como sus referentes más directos o explícitos.

Tras un espléndido prólogo que nos da cuenta de la muerte accidental del hijo mientras los padres realizan el acto sexual, tan fascinante en su condensación narrativa y poderío visual como la gran secuencia muda de Up o el episodio del nacimiento del Doctor Manhattan en Watchmen, Anticristo nos adentra en el tortuoso proceso de una terapia familiar (con tintes de exorcismo) destinada a espantar (sin éxito) el dolor de una madre (una Charlotte Gaingsbourg tan entregada a la causa como todas las heroínas sacrificiales del cine de Von Trier) inmersa en la fase del duelo. Si en ese primer acto nos situamos ante un ejercicio de depuración de espacios y de cercanía de la cámara que apunta ya hacia la abstracción antinaturalista del relato, el segundo, tercero y cuarto nos trasladan ya a ese bosque (Edén) amenazador y tembloroso (la Naturaleza como origen del Mal) en el que, poco a poco, se desatan las furias histéricas de lo femenino como respuesta salvaje y violenta al vacío conciliador del logos racional, encarnado en la inerte palabra terapéutica del marido psicólogo que interpreta un soberbio y no menos entregado Willem Dafoe.

Von Trier articula así la dialéctica -en ocasiones demasiado evidente y subrayada (especialmente a través de los diálogos)- de su alegoría sobre la (animal) condición humana, el origen de la culpabilidad de la fe cristiana y el pecado original expuesta a situaciones límite. Y lo hace en una progresión de excesos y transgresiones que combinan la ironía (el zorro que anuncia el reinado del caos) y lo explícito en una sucesión de escenas extremas (el aplastamiento de los genitales masculinos, la perforación de una pierna, la masturbación y eyaculación de sangre del marido inconsciente, la autoablación del clítoris) en las que se materializa, literalmente, el esencial vínculo entre Eros y Tánatos que preside, desde el mismo prólogo, todo el discurso de Anticristo.

Más allá de sus excesos y subrayados, Anticristo se impone como ejercicio de expiación capaz de materializar en imágenes de insólita belleza aquello que no puede ser dicho o representado. La dimensión transgresora, arcana, onírica y fantasmal de sus imágenes asume así las brumosas texturas de una pesadilla encarnada que, en todo caso, no deja ser eso, una representación para espantar, con una ironía autoconsciente que muchos no han querido ver, a los verdaderos fantasmas del creador. Muy parecidos, por cierto, a nuestros propios fantasmas.

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