El arte de la viñeta

Los buenos, los feos y los malos

  • Con casi 50 años a sus espaldas, y más de medio centenar de álbumes publicados, el teniente Blueberry es uno de los grandes clásicos del cómic mundial y de los que mejor conectan con el lector

El western ha arraigado más hondo en el cómic europeo que en el norteamericano. No quiere esto decir que allí no se cultive pero, en líneas generales y con las excepciones que se quiera, en Estados Unidos se prefiere la épica aparatosa del superhéroe a la épica llana del pistolero que, cual caballero andante, recorre a lomos de un caballo los imprevisibles caminos del lejano oeste. No importa que sea su tierra natal. En Estados Unidos, por ejemplo, no existe un western tan longevo y de tanto prestigio como la serie dedicada al teniente de caballería Mike Blueberry, creada por el guionista Jean-Michel Charlier y el dibujante Jean Giraud en 1963 y continuada en solitario por este último tras la muerte del primero. Charlier y Giraud realizaron veintitrés álbumes, a los que el segundo ha sumado media docena más en tiempos recientes -por no contar los títulos de las dos series paralelas que se ocupan de la juventud de Blueberry y de sus tiempos como marshall- llevando el género a cotas insuperables.

El teniente Mike Steve Donovan, que en su primera aventura gráfica, Fort Navajo, eligió el sobrenombre de Blueberry al igual que el paladín escogía para sí el nombre con que habrían de cantarse sus gestas, es un personaje de contrastes. Es un hombre de palabra y un pendenciero, un buen soldado y, sin menoscabo de su honradez, un tipo indisciplinado, camorrista y bebedor. La serie también participa de estos contrastes. Si en principio abrió sus páginas a la influencia del western cinematográfico clásico (John Ford, Howard Hawks, Anthony Mann), luego no dudó en incorporar la estética feísta del western crepuscular (Sam Peckinpah) o el nihilismo del euro-western (Sergio Leone). La serie empezó a publicarse en una coyuntura particular. Cuando apareció en la revista Pilote, a principios de los 60, el género aún no había entrado en la fase de descreimiento, de ahí la diamantina integridad del protagonista, pero se consolidó al tiempo que, en Hollywood, el western se cuestionaba desde dentro mientras, en Europa, se exacerbaban sus ingredientes característicos, el bestiario, la violencia, el atrezzo, etc.

Jean-Michel Charlier y Jean Giraud introdujeron todo ello en su trabajo convirtiéndolo en un gran compendio del género, y el teniente Blueberry (cuyos rasgos se inspiraban en los del actor Jean-Paul Belmondo), al final tuvo tanto de los héroes indómitos pero rectos que John Wayne interpretó a las órdenes de John Ford, como de los pistoleros desaseados y cínicos que Clint Eastwood incorporó para Sergio Leone. Detengámonos en los tres álbumes de una de sus aventuras más famosas: Chihuahua Pearl (1973), El hombre que valía 500.000 $ (1973) y Balada para un ataúd (1974). En esta ocasión, la casualidad pone a Blueberry tras el rastro del tesoro que el presidente sudista Jefferson Davis habría colocado a buen recaudo ante la inminente caída de la Confederación: medio millón de dólares en oro destinado a reemprender la lucha en el futuro. El tesoro se halla en México, en un pueblecito abandonado, dentro de un ataúd, y la sola persona que conoce el lugar exacto es un ex-oficial confederado, Trevor, que se pudre en las cárceles del gobernador López. Blueberry se hará pasar por renegado para atravesar la frontera como un forajido y, tras sufrir un auténtico calvario, se dejará encarcelar para llegar hasta Trevor y el oro.

La influencia de Sergio Leone es patente en el entramado argumental -que toma no pocas ideas de El bueno, el feo y el malo- pero, por muy zarrapastroso que sea su aspecto, en Blueberry tenemos a uno de los pocos convidados íntegros en este festín de fieras. Él es un soldado, tiene una misión que cumplir y la cumplirá aunque le vaya la vida en ello. Él es de los buenos; los feos y los malos son los otros, los que sacan el revólver en el extremo opuesto de la calle. A pesar de sus muchas deudas con el filme de Leone, Jean-Michel Charlier traza una historia suficientemente original, trenzada de lances bien construidos, reveses nada forzados, ilustrados con excepcional vigor por Jean Giraud, uno de los grandes maestros del cómic del siglo XX. La influencia del cine se nota en la composición del cuadro y la elección de perspectivas, en la narración y el montaje de las acciones. Jean Giraud reconoce dicha influencia y, en ciertas viñetas, reproduce fotogramas de títulos clásicos del séptimo arte. Una serie, pues, tanto para el lector de tebeos como para el amante del cine.

Comentar

0 Comentarios

    Más comentarios