Cultura

"La censura franquista se podía trampear, pero la social que vino después, no"

  • El escritor, entregado a la soledad en su casa de Málaga, capea el ruido que ha generado la concesión del Premio Nacional de Literatura Dramática y el Premio de Cultura de la Junta de Andalucía en una semana

La casa malagueña de Miguel Romero Esteo (Montoro, 1930), en la que reside desde 1939, es una jauría callada. Un piano como de otros tiempos recibe al visitante. En la cocina, el telegrama de felicitación enviado hace unos días por José Luis Rodríguez Zapatero comparte chincheta con varias facturas. El olvido se respira por todas partes.

-Aquí están los periodistas, interesados por Romero Esteo.

-Pero por favor, que esto acabe ya, yo estoy cómodo en mi rutina de anciano metido en un rincón. Voy a descolgar el teléfono y no abrir la puerta, no puedo comer, no puedo dormir y mi salud está por encima de cualquier cosa. Esto me ha sacado de mis casillas, literalmente; vivo fuera del mundanal ruido, hablo cada día con el quiosquero, con la chica del bar y punto. A lo mejor de vez en cuando, una vez cada dos meses, un alumno se acuerda de mí y me llama, pero eso es un desmadre. Yo sigo metido en mi rutina.

-Cuando se recibe un Premio Nacional por una obra escrita hace más de 40 años como Pontifical, ¿se siente agradecimiento?

-Eso ha llamado mucho la atención en este país, dentro de que no hay nada de qué hablar. Y no sé por qué, las bases del premio son claras: se exige que la obra haya sido publicada el año anterior, pero de cuándo haya sido escrita no refiere nada. Hace unos años le dieron el premio a Arrabal por una obra que había escrito tres o cuatro años antes y nadie protestó, nadie dijo nada. No sé por qué irrito a la gente, será porque la gente me irrita a mí. Hace unos días salió en El País un editorial envenenado contra mí por haber conseguido este premio, defendiendo que nunca deberían habérmelo dado. Y, en fin, el de Literatura Dramática es uno de los Premios Nacionales chusmeros. Pero la verdad es que ese editorial envenenado me ha encantado. Uno se hace notar con esas cosas.

-¿Es Pontifical una crítica al capitalismo, como se ha dicho?

-Se le ha dado esa interpretación, no sé por qué. También podría haberse entendido como un ataque a la especie humana. Tengo fama de crítico salvaje, pero en realidad no he atacado nada, todo son interpretaciones que hacen de mi obra. También he tenido fama de bohemio, pero la bohemia me pone los pelos de punta. Soy muy ordenadito. En la facultad tenía fama de ser el profesor más loco, pero tenía mis aulas llenas de alumnos porque era quien mejor preparaba las clases. En la universidad hablaba siempre de la disciplina y el sacrificio, y decía a los estudiantes que no se preocuparan de ser jóvenes, sino hombres y mujeres, porque dedicarse a ser joven significa ser un niñato. Siempre hay que buscar un trabajo, aunque sea gratis, porque la disciplina es necesaria para vivir.

-Si escribiera hoy Pontifical, ¿lo haría como hace 40 años?

-No, entonces yo era muy joven, tenía treinta y pocos años. Hoy la haría muy, muy reflexiva, muy bien estructurada.

-No es usted un autor muy representado. ¿Lo echa de menos?

-No lo sé. Lo que me gusta de escribir es el proceso de escribir. Todo lo demás es residual. Que me digan si lo que escribo es bueno o malo nunca me ha importado. Nunca he hecho de mi propio manager, creo que la obra debe defenderse sola. Yo también soy muy crítico con ella, a veces me parece que tiene cierto mérito y otras me parece una mierda. El valor artístico de una obra, de cualquier forma, viene con el paso del tiempo. Todas las valoraciones que se hagan ahora son improvisadas, te pueden poner por las nubes o por los suelos

-La Junta de Andalucía le vincula con la vanguardia. ¿Le agrada?

-La vanguardia es un término militar que no me gusta mucho. El vanguardismo me repele. Yo empecé en el teatro porque trabajaba de periodista, ganaba poco dinero y quería ganar más. Mi motivación no era artística, sino crematística. Para escribir aquellas obras inventé unos desmadres salvajemente cómicos, con tal de que funcionaran en taquilla. Y de repente me vi convertido en un escritor de vanguardia, que me cae gorda. Mis poemas, por ejemplo, no tienen nada de vanguardistas. Pueden ser singulares, pero no vanguardistas. Y del teatro me interesaba la taquilla; está mal que lo diga por aquello de que los escritores parecemos seres geniales, casi como iconos que han sustituido a los santos de la iglesia. Yo soy más bien malvado, la santidad me incomoda. La vanguardia me gusta como receptor, como lector. Me he informado de todos los vanguardismos habidos y por haber. ¿Sabía que a comienzos de los 70 había arquitectos que construían rascacielos inflables? Al final, creo que los vanguardismos trascienden lo humorístico y tienen más que ver con estar loco. Son pasiones demasiado al límite.

-¿En qué medida determinó la censura su trayectoria?

-Muy poco, porque desde siempre he tenido que portarme como un luchador. Cuando era niño hacía de monaguillo y con lo que me daban comíamos un mes en casa. Las dificultades me estimulan. He afrontado muchos obstáculos de los que no puedo hablar porque son muy sanguinarios. Pero censuras hay muchas; la censura franquista se podía trampear, uno podía buscarse la manera de sortearla, pero después de la Transición llegó la censura social, por la que toda la masa poblacional detesta lo que estás haciendo y te cierra las puertas. Y ésa, que perdura todavía, no se puede trampear. Siempre digo a quienes publican su primera novela o sus primeros poemas que se anden con astucia, porque si lo que han escrito es verdaderamente genial les van a cerrar todas las puertas en el país. Esto no es como en Francia, donde si algún autor joven destaca lo promocionan. Aquí, no. No lo promocionan, lo hunden. Eso ocurre en la áspera España.

-No habla usted mucho sobre música, aunque dedicó un exhaustivo ensayo a los verdiales.

-De niño cantaba flamenco. Ayudaba a los pescadores en la playa a sacar los copos y cantaba con ellos. Entonces, el cante flamenco se hacía casi en silencio, muy bajito; no era como ahora, que el cante se hace con las tripas fuera por dinero. También escribí una obra sobre polifonía. De joven estudié mucha música, muchísima. Yo era una especie de músico repugnante, pero la música me ponía neurótico, psicópata, así que me olvidé de ella.

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