Cultura

En la ciudad del sur

Bien sea por el influjo romántico, bien por la historiografía moderna, lo cierto es que Sevilla es una de las ciudades más glosadas de Europa, junto a la Venecia de Byron y de Ruskin y el París vespertino de los simbolistas. Sin embargo, esta atención a la ciudad del sur, no fue tanto un impulso documental, un amor a lo fidedigno, como un vasto escalofrío de lo exótico. Es así como la Sevilla de Carmen, de Don Juan, de El barbero de Sevilla, creará una imagen perdurable de la ciudad, convertida en vestigio de un esplendor antiguo, más una alta crucería sentimental, ahormada por el tipismo y el folclore. Sin embargo, la Sevilla fugaz, la urbe pasajera, vívida, en mutación, aquélla que corresponde a cada época, es difícilmente encontrable. Sin duda en Cervantes, en Quevedo, en el Ocnos de Cernuda, donde no se la nombra. Y también en alguna novela de Manuel Ferrán, de Grosso, de Aquilino Duque, de Julio Manuel de la Rosa, de Luis Manuel Ruiz o Robert Wilson. No otro es el caso, en fin, de Las ardillas de Ybarra Mencos, cuya Sevilla de la Transición, soleada y minúscula, comparece ante el lector ayuna de cualquier afeite y trascendencia.

No obstante, sobre esta singularidad de Las ardillas (la ciudad como simple escenario de unos hechos y no como cifra de una improbable esencia), habría que añadir dos nuevas peculiaridades. Una primera es la naturaleza memorística de estas páginas, cuyo carácter evocativo ya no se corresponde, como en anteriores generaciones, con la guerra o la posguerra españolas, sino con los días más cercanos de los 60/70, donde la cuestión política pone un vago fondo testimonial, entre la urgencia y la desgana, a este distanciado retrato de la alta sociedad hispalense. Al cabo, Las ardillas no deja de ser una novela de iniciación a la manera proustiana. Lo cual significa, principalmente, a pesar de que el protagonista se identifique con el Aschenbach de Muerte en Venecia, que no se trata tanto de reestablecer una verdad pretérita, un pasado macizo e inconmovible, como de desandar los azarosos y equívocos senderos de la memoria. A esa bruma que separa los hechos de su recuerdo posterior (la magdalena de Proust, intermediaria entre dos mundos), se refiere el protagonista en los primeros párrafos de la novela. A esta arbitrariedad del recuerdo, y a su probable deformación, habremos de acudir cuando acompañemos a Luis Monsalves, narrador de estas páginas, por una ciudad recoleta, ardiente, provinciana, de hondas botillerías y jóvenes doradas, cuyo finisterre se encontraba entonces en Chapina, extremidad culposa y deshabitada de la ciudad, que a la noche encendía sus luces rojas.

Sea como fuere, y he aquí la segunda particularidad, quizá lo más sorprendente de esta novela (en puridad, se trataría de una novela en esbozo, cuyos personajes prometen más de lo que dan; y prometen mucho), digo que lo más llamativo de Las ardillas es el firme desapego, la distancia que toma el narrador respecto de lo narrado. Nos encontramos así, no con la encendida evocación de antiguos rostros, del contorno amado de unos cuerpos, ahora fantasmales, sino con la severa certidumbre de una futilidad: la sorprendente futilidad de la vida, y la irónica perplejidad de quien la observa en su hora más alta, en la hora matinal del último verano. En este sentido, Íñigo Ybarra está más cerca del primer Azúa, aquél que firmó las breves páginas de la Historia de un idiota contada por él mismo, que de la temblorosa agonía de Gustav Aschenbach, fijo en la contemplación de Tadzio, dios tiránico y adolescente, que parece llamarlo desde la orilla.

El gran Villón, delincuente y poeta según el día, al referirse a las bellas de otra edad, se preguntaba: "¿dónde están las nieves de antaño?". Este Íñigo Ybarra de Las ardillas, primera entrega de una trilogía, parece saber ya que las damas de ayer -el verano en las bocas- son más hermosas cuanto más difuso, cuanto más pálido e iridiscente es su recuerdo.

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