Crítica de teatro

El (derramado) peso del verbo maquiavélico

Fernando Cayo, en 'El Príncipe'.

Fernando Cayo, en 'El Príncipe'. / eduardo diéguez

Un despacho de los 60, al más puro estilo Mad Men. Una trajeada figura de planta política recorre con ahínco cada centímetro. Una grabadora recoge sus reflexiones, producto de años de desvelos. Así se nos pone en situación en El Príncipe, donde un Nicolás Maquiavelo moderno trae a nuestra época un análisis socio-político de los gobiernos del Renacimiento.

Juan Carlos Rubio consigue masajear los textos de varios Maquiavelos, dando coherencia narrativa a un flujo que salta desde sus ensayos políticos a sus obras de teatro o correspondencia privada. La palabra del estratega es contundente y poderosa, aún hoy. Sin embargo, ese mismo ímpetu en los conceptos hace que la palabra se derrame, desbordando y sepultando al espectador. Hay tantas ideas en las que merecería la pena pararse y profundizar que a veces parece más una conferencia que un acto teatral.

Y si esto es así no es por falta de ganas de su único interprete. Fernando Cayo lidia con una prosa discursiva, en la que no tiene más elementos que su curtida y valiente prosodia y algunos juegos dramáticos. Su Polichinela y el olor del café se convierten en estímulos que luchan contra el abotargamiento de la sobredosis de texto. La escenografía y el espacio sonoro, que podrían ser más sugerentes, se usan para ampliar los límites del monologo y otorgar puntos de anclaje al actor. Y aunque nuestro Nicolás no para quieto durante setenta minutos, las acciones elegidas son más recursos para ilustrar los conceptos que para transformar al personaje. De ese modo, poco se revela de lo que realmente le pasa, salvo un final que nos lo dibuja en sus horas más bajas y es quizá lo más interesante por su derrumbamiento humano.

Si algo deja huella es la contemporaneidad de las reflexiones maquiavélicas y se agradece que no se haga una lectura maniquea de su legado. ¿De verdad han pasado quinientos años? Quién lo diría.

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